(02/52) Los Reyes me trajeron un cactus
Hace nueve años, los Reyes me trajeron un cactus de peluche, con un clip para colgarse en la ropa. Hoy en la mañana Facebook me lo recordó.
Que güey, pensé. Yo diciéndole a Santiago que este año cumplíamos diez años, pero en realidad eran nueve.
Al año siguiente, llevaba ese cactus en una bolsa verde de mano cuando fui a la Expo Guadalajara al montaje del Catálogo Iberoamérica Ilustra. Quetzal y yo éramos los únicos del comité esa tarde ahí. Dejamos nuestras cosas en una caja con cuadros, con el premio enmarcado y con su mochila y computadora. Ahí dejé mi bolsa que, además del cactus, traía mi pasaporte como identificación oficial (porque me habían robado mi cartera unos meses antes en el metrobús, con mi IFE dentro), mi cartera y el primer cuaderno de sobremesas que tuve. Por suerte traía mi celular en la mano, había estado tomando fotos del montaje. Cuando nos dio hambre, decidimos hacer una pausa para ir a comer, y ahí nos dimos cuenta de que ya no estaban nuestras cosas. De todo lo que me robaron, el cactus y el cuaderno eran los únicos objetos irreemplazables. Y seguro terminaron en la basura.
El cactus lo habían hecho unas amigas de Santiago aficionadas al manga, dibujantes y hermanas, dueñas de una tienda de diseño e ilustración en Durango, donde vivían y donde vivió Santiago.
El chiste del regalo se contaba solo: cuando empezamos a salir, Santiago se desaparecía por días, a veces semanas. En su cumpleaños se prefirió ir a Oaxaca a pasarlo con su amigo y su hermana. Se sacó de onda cuando lo llamé. Accedió a verme días después de que había vuelto, luego de que insistí mucho. Lo desesperaba mi intensidad. Accedió a verme, pero nada más un ratito. Luego me dijo que tenía mucho trabajo y le dije que sólo le quería entregar algo.
Al ser Santiago del norte (aunque a veces creo que Durango es más bien un estado céntrico), un día entendí que sus necesidades de agua no eran iguales a las mías, porque yo había crecido en una selva.
Eres un cactus, le dije. Y le encantó.
Ese primer cumpleaños suyo juntos le regalé un cactus de verdad.
Cuando volvió al DF de Durango esa primera navidad, me mandó un mensaje que decía: “Los Reyes te trajeron unos regalos”. Mi corazón se iluminó. Fui a su casa y me dio el cactus de peluche que habían confeccionado sus amigas, y un mini balón tamaño juguete, que era para Morgan, el pez beta rosa con el que viví un par de años.
En esa época yo jugaba futbol.
Todavía tengo ese mini balón que, en su momento, habitó el fondo de la pecera de Morgan. Se llamaba Morgan porque Santiago siempre tomaba ese ron: Capitán Morgan. Cuando salía de viaje, mi tita me cuidaba a Morgan, aunque ella le decía capitán Garfias. Y le cantaba la canción de “Lindo pescadito…”; al escucharla, Morgan salía a la superficie y aleteaba de felicidad.
Si las mascotas son un poco amores compartidos, antes de Parvana y de Aparicio, Morgan fue el primer puente afectivo entre Santiago y yo.
Al siguiente diciembre, Santiago encargó otro cactus para reemplazar al robado. Pero nosotros dos fuimos más ingenuos que sus amigas al pensar que ese tipo de seres son reemplazables. A pesar de que él les pidió un cactus idéntico, en enero, cuando llegó con otro regalo de Reyes, no recibí el mismo cactus, no se podría, sino una cactusita de peluche con un moño de hoja en la cabeza.
Aún tengo esa cactusita, aunque ahora mismo no sé decir dónde está exactamente en mi casa. Una vez saliendo de su casa, que ahora es mi casa, la perdí. La perdí en el trayecto caminando hacia mi casa. Entramos a mi departamento y me di cuenta. Desandamos todo el camino buscándola a paso tortuga con unas linternas dirigidas a nuestros pasos. En la puerta de su casa la encontramos tirada, como tratando de gritarnos con su voz de cactus, con su voz de juguete, con su silencio y amor de planta: “¡Aquí estoy!”.
La encontramos.
A veces pienso que las relaciones largas, o vivir una década juntos, es como ese cactus encontrado que no hay que dejar de buscar.