(09/52) El silencio del dibujo

Abril Castillo
7 min readMar 14, 2022

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Tres semanas atrás se me quitó el covid y desde entonces y hasta hace un par de días, me he sentido idiota. Idiota y demasiado triste y demasiado ansiosa y con ganas de volver a mi casa.

Antes el concepto de covidiota se refería a los que iban a fiestas en plena pandemia, a quienes se paseaban sin cubrebocas. Ahora me he encontrado usando el término para referirme a ese estado de desconcentración, falta de memoria, lentitud, depresión, ansiedad y locura que queda por el cerebro inflamado. Otros le llaman long covid.

Hace un par de días más o menos me entablé. No sé si fue la falta de alcohol durante tantas semanas o su abrupto regreso lo que me tiró a la lona el jueves y luego me devolvió más o menos a tierra. Más o menos, porque sigo sintiendo que floto a unos centímetros del suelo.

El cielo y el infierno del alcohol para curar el miedo a la noche y la tristeza que entierra. Acabar tan borracha que te duermes de inmediato o terminar abrazada del escusado.

Fue el covid y fue un duelo que va tomando forma, una decepción del mundillo editorial y la pulsión contradictoria de seguir haciendo libros. El absurdo de la muerte y la presencia de la vida. Un bebé que huele a yogurt con miel se ríe y grita para comunicarse y yo me río y grito con él y de pronto entiendo el mundo un instante o simplemente la bruma se calla.

¿Para qué vine aquí? me pregunto algunas mañanas en que me cuesta levantarme. Luego en el día la paso bien y otra vez me da miedo en la noche. Como cuando era niña y me iba a alguna pijamada.

Leo el último libro de Juan Pablo Villalobos, Peluquería y letras, donde un narrador protagonista que también es escritor nos cuenta que no puede escribir su libro por exceso de comodidad y felicidad en su vida; se pregunta si ese aburguesamiento de vivir en Barcelona lo ha perjudicado. Vivir así luego de tantas aventuras y dificultades en su vida, vivir en una ciudad europea donde todo funciona bien, estar casado, tener dos hijos, ser feliz; no tiene mucho de qué quejarse y quizá por ende tampoco sabe de qué escribir. Además su editora lo insta a mandarle su siguiente libro. No sólo no lucha contra nada, le piden que publique más. Y él no se decide a escribir o no sabe de qué o se pierde en el súper que es la vida diciendo: a dónde iba. Aunque quizá él en lo que se pierde es en sus palabras, en su vida calientita. Y quizá esa persona del súper sea yo. Quiero a mi mamá, lo que sea que signifique estar a la espera de que alguien vocee tu nombre y te encuentre quien te cuide y te lleve a casa.

Yosh me dice que deje de quejarme, que a pesar de que las cosas no salgan como estaban planeadas o incluso ahora que algunas han salido mal mal (¿o librarte de una persona problemática será incluso que algo salió bien?), que me calme, que disfrute, que ya estoy aquí. Mi prima Valeria me dice que goce del verano que no tarda en llegar. La rata me cuenta alegre que están por abrir las bibliotecas en México. Parvana y Aparicio no dicen nada porque son gatos, quizá ya ni me recuerdan y se les ve bien cuando el ticher pone la cámara hacia ellos en nuestras videollamadas y los sigue un rato en sus actividades cotidianas de gatos. Un animal no está triste si duerme, juega, come, caga y mea, si se deja acariciar y no se esconde, si mira por la ventana y hace sus sonidos guturales cuando pasa un pájaro.

Aburrida no estoy, solo muy cansada. Pienso en el sol de México y en mi cuarto y mis libros y mi casa y mi tele y me dan ganas de estar echada ahí unos días.

Recuerdo a Juancho en la prepa contarnos con urgencia un descubrimiento que acaba de tener: Los pedos son como fantasmas. Te echas uno y corres lejos de él, pero lo tienes anclado al cuerpo. No es que te siga, es que lo traes.

Ok, Juancho. El problema no es la ciudad en la que esté ni la cama donde duerma. Soy yo el problema.

El narrador de Peluquería y letras participa en la presentación de una serie de talleres que impartirán en una nueva librería. No va nadie al evento así que entre los acompañantes de los ponentes hacen el quórum del público. Al final inesperadamente llega una pareja de latinoamericanos: una uruguaya y un ecuatoriano. El ecuatoriano se le acerca al narrador-protagonista y le dice que quiere aprender a escribir porque necesita contar su historia; ha vivido cosas muy locas y a otros les puede servir su experiencia de vida. El narrador le dice tajante que este curso no es para él, que busque un taller de autobiografía. Lo dice en un tono un tanto despectivo, o irónico, diría más bien, porque claramente su libro está escrito en clave autobiográfica.

Me lo tomo a pecho, a diferencia del ecuatoriano, que a pesar de la majadería aún quiere conocer los precios del curso. Puede ser también una cosa de género: una mujer duda más de ponerse en juego, más si ya le dijeron que autobiografía no; un hombre insiste, al final la historia de la literatura, la Historia de la Literatura está legitimada por Ellos. O quizá hay que ser más tenaz y escuchar mejor las voces internas. Como eso que me dijo una vez Mauricio Gómez Morín cuando le mostré mi portafolio de ilustración y me dijo que estaba yo muy verde, que no me daría el trabajo, pero que se notaba que me gustaba pintar y dibujar. Que no lo dejara de hacer, me dijo. Uno vive para dibujar, pero seguirlo haciendo a pesar de todas las negativas es solo una cuestión de tenacidad.

Cierro el libro. Tengo hambre. Empieza otra vez ese palpitar que tengo desde hace unas semanas y que le he achacado a mis nervios. Cuando algo emocional me duele o me pongo ansiosa, pero solo cuando es sutilmente, se me acelera el corazón dando pataditas. Respiro y pasa.

Pobre ecuatoriano, pienso, acabará metido en un curso donde su profesor lo desprecia y él lo sabe. ¿Cómo lograr escribir así?

Paso al otro libro que llevo semanas leyendo de a poco: un ensayo de Kiko Amat sobre los enemigos. Llevo también unas semanas más que triste, muy enojada. Intento algunas mañanas que la ira me levante, pero quizá es que sí estoy deprimida o cansada por el long covid; o puede ser que nunca me sobrepuse al horario volteado de España. En el capítulo 4 de Los enemigos, Amat afirma que nada mejor que el miedo al otro y la paranoia causada por tu némesis para intentar ser una mejor persona. Hay que usar el odio a tu favor.

¿Pobre ecuatoriano? Nada de pobre... Al final el tipo está dispuesto a aprender esas técnicas que le permitan contar esa historia urgente. Como Juancho y su historia de los pedos, como los pedos mismos. Las historias que nos urge contar son lo mismo: fantasmas liberados al fin. Se quedan contigo un rato, luego te dejan en paz.

La mejor clase del máster: Antonio Muñoz Molina contándonos puras historias urgentes. Las mejores historias de su vida. Ésas que lo hacen volver a sentir algo más grande que él, un espasmo o un vértigo de vida o de muerte. Una carretera de noche en un país extraño en un taxi conducido por una suicida. El amor de la vida de su mejor amigo y la duda de si puede hablar de eso. La infancia y la vejez. La certeza de que la voz llega con la historia y que escribir no se debe sentir mal. Que el género del relato es lo de menos —cuento, thriller, ciencia ficción, no ficción, da igual—, hay que contar las historias aun si son en clave o abiertamente autobiográficas.

Me imagino que hacia allá van las siguientes páginas de la novela de Villalobos. Adivino que redimirá al ecuatoriano y a la autobiografía y a la vida burguesa y a sí mismo. Me hace reír Villalobos y también me genera mucha inseguridad todo lo que se dice de la autobiografía.

He sentido que aquí todos odian lo autobiográfico. No me había pasado en México. Llegué a Barcelona con la ingenuidad de una novata a escribir lo que yo quería y ahora no sé bien de qué hablo.

Cuando escribo solo fluyo cuando metaescribo o últimamente cuando siento que juego a las barbies y me enojo y lloro y me río de esas historias que voy inventando sobre la marcha. Y aun así me parecen una revelación, un descubrimiento de una verdad palpitante que hasta entonces no sabía y que no siento como mía en el trayecto, mientras se construye; que solo reconozco como espejo hasta que está toda ahí afuera.

Me pasaba lo mismo cuando dibujaba y veía aparecer lo inesperado: una mancha que se manifiesta, un diálogo silencioso que surge entre dos elementos para generar tensión o romperla. Un color que no combina pero realza algo o lo esconde. Un volumen que surge al conectar dos figuras.

Habría que escribir como dibujar.

Nadie pregunta si un dibujo es autobiográfico. Un dibujo son líneas, formas, colores y planos. Surgen igual de una pulsión, historia o urgencia. La escritura son letras, signos de puntuación, palabras, ¿cómo el dibujo no va a ser parte de la vida de uno también? Afirmar una cosa o la contraria es ridículo.

Muero de hambre. Hora de levantarme. Me urge comer.

Tomaré un agujero de gusano para llegar al instante al metro Hidalgo. Respiraré la humedad de los árboles en la Alameda Central mientras me saboreo unos chilaquiles verdes con pollo y huevo estrellado. Y un jugo de siete frutas. Todo eso pediré. Y llegaré mientras amanece al Sanborns de Madero, tarde pero a tiempo, donde la rata me espera con un café caliente.

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Abril Castillo

miope e hipermétrope al mismo tiempo pero en ojos distintos