(10/52) Ladrón que roba ladrón
1.
En tercero de primaria, Mariana Castillo era mi mejor amiga. No éramos parientes sanguíneas, pero había días que nos gustaba imaginar que éramos primas lejanas, otros hasta deseábamos ser hermanas. Estábamos seguidas en la lista una de la otra y a veces contestaba yo presente en vez de ella y viceversa. Un día intercambiamos nuestros lápices y nuestros cuadernos. Intentamos imitar la letra de la otra. ¿Se daría cuenta la maestra? Nos llamaríamos por el nombre de la otra: ella me diría Mariana y yo tendría que voltear y yo la llamaría Abril. Practicamos.
Un día nos iríamos a casa de la otra en un intercambio que quizá sería difícil hacerle entender a nuestras familias. Viviríamos la vida de la otra sin que la una estuviera allí.
Hacernos pasar por la otra requeriría mucha responsabilidad y compromiso. ¿Seríamos capaces? ¿Teníamos lo que se necesitaba para llevar a cabo nuestro proyecto?
Al día siguiente, cuando pasaron la lista, la maestra dijo el nombre de Mariana. Y las dos dijimos al mismo tiempo: Presente.
2.
Cuando retomé mis clases de pintura a los veinte años, un ejercicio que solíamos hacer en un tiempo cronometrado de una hora era copiar cuadros. Así aprendes los atajos de cada pintor. Entiendes cómo solucionaba el color, la forma, la composición, los temas recurrentes, me explicaba Ingrid, mi maestra.
Durante años copié paisajes de Corot, retratos de Lucien Freud, bodegones de Cézanne, abstracciones de colores de Kandinsky, vacas y caballos de Franz Marc.
A veces, cuando no sé cómo empezar un texto, leo inicios que me gustan. Hay algunos que son más fáciles de reinterpretar. Otros serían muy obvios. Quién copiaría el principio de clásicos a menos que sea para mostrar tal cual el homenaje.
Me gusta mucho el género cita textual como para plagiar.
Tuve un novio que odiaba tanto la academia que cuando se iba a titular quiso escribir una serie con absolutamente todas las fuentes inventadas. Decía que quería demostrar cómo nadie en la facultad revisa nada. Al final no lo hizo.
3.
Copiar es un atajo de las partes. Es un error pensar que copiando te colocarás con ventaja en la solución de algún problema. El plagio no es nada. Es silencio. Vacío.
La receta que le sirve al otro no te sirve necesariamente a ti.
Hay un cuento que me gustaba mucho de niña, me parece que es de Perrault. Es sobre una familia muy pobre que vive en el bosque. Una madre y dos hermanas. La madre tiene una hija favorita que es grosera y desagradable. La otra es hermosa pero incomprendida. A ella la manda por agua al río. Al llegar un día, la hija no querida se encuentra con una vieja que le pide un poco de agua. Sin dudarlo, la hija no querida la ayuda a abrevar la sed. La vieja la premia y cuando la hija no querida llega a la casa, comienza a arrojar piedras preciosas y flores por cada palabra que dice. La madre le dice a la hija favorita que vaya al río y le dé agua a la vieja también. Pero en vez de la vieja se encuentra con una señora elegante, quien le pide agua. La hija favorita se la niega y, de vuelta a la casa, por cada palabra que dice saltan sapos y alimañas. El príncipe del reino se entera de la bendición y maldición de la familia. Va y desposa a la hija no querida, quien al poco tiempo se cura de aventar joyas. La madre y la hija favorita se quedan ahí con la maldición.
Robar bien es entender el contexto y no la forma solamente. El paralelismo era ayudar a secas.
“Hay una enorme diferencia entre robar y copiar. Copiar requiere cierta habilidad pero ninguna imaginación. Robar es poseer: el objeto se convierte en tu responsabilidad y su futuro queda en tus manos” dice Will Gompertz.
Así, un buen ladrón sabe, descifra con el tiempo, que la máscara no debe ser obvia. Y así, sin quererlo, aparece auténticamente en toda su gloria en medio de la impostura.