(11/52) El indigente

Abril Castillo
3 min readMar 23, 2018

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El puesto de periódicos de abajo de mi casa por la noche se convertía en el lecho de un indigente cuyo nombre jamás conocí. En dos cubos horizontales que de día alojaban revistas, cómics, periódicos, cigarros, dulces para vender y la torta del dueño del puesto, su ron y vasos desechables a partir de las cinco de la tarde de algunos días entre semana, de casi cada jueves y de todos todos todos los viernes, ahí se dormía el indigente.

Tenía la cara hinchada por el alcohol el cual también le proveía el señor del puesto. Estaba muy bronceado y tenía los ojos saltones. El cabello ralo. La ropa sin ningún color original aparente. Gris. Marrón. Sepia. Capa tras capa tapada por el tiempo y los olores y la vida.

En las borracheras participaban más de diez personas. Hombres todos.

Hasta la esposa del dueño del puesto de revistas desaparecía aunque hubiera estado todo el día vendiendo periódicos y revistas, tirando la basura cuando pasaba el camión, comiendo, platicando y habitando el lugar.

Ni una sola mujer ahí. Puros hombres. Porfirio Díaz (administrador de mi edificio). El dueño del puesto. El de los jugos. El viene-viene de la diagonal. Dos o tres tipos de la basura. Unos señores que viven en el parque. El indigente.

Esos locales de la calle tienden un techo virtual en la banqueta. Que para el indigente era un techo real.

Ahí, con el puesto cerrado y vacío, de lunes a domingo el indigente se hacía una cama y se cubría con varias cobijas en noches de frío, calor, lluvia e invierno.

Ese hombre era parte del panorama de la cuadra lo mismo que esos coches con las llantas ponchadas que nadie volverá a mover desde dentro. Igual que ese cámper gigante con los rines hasta el piso bajo esa palmera a la que cada tanto le daba por vomitar encima de lo que se posara bajo ella y sus plumas marchitas.

Una palmera que es todas las palmeras. No así los coches. Y menos las personas. Un cámper no es otro cámper. Y para un ojo no entrenado, ese indigente podría ser cualquier indigente. Pero para nosotros no.

El día que llegó la grúa a llevarse todos los coches abandonados se llevó también su vida y un poco de la nuestra. Se fue alejando por la calle sin que nadie hasta entonces supiera que ahí guardaba todo.

El indigente dejó de ser parte de la naturaleza y se volvió persona. Todos éramos ese hombre también.

Cuando una grúa que es todas las grúas comenzó a remover cada coche abandonado, todos vimos al indigente correr tras el gigantesco vehículo que dejaron al final.

Sus cosas, desordenadas pero a salvo abajo del cámper, quedaron al descubierto. Ese pedazo de tierra lleno de hojas, basura y polvo que conformaba el nido del indigente. Todas sus pertenencias recibieron la luz directa del sol después de años.

Y todo se movió.

Del techo caían vasos y juguetes y ropa y bolsas blancas, negras, rojas, verdes de plástico, de tela, de mimbre. Y todo en el piso dejaba un rastro del tiempo detenido de su vida. Él corría atrás. Lloraba. Gritaba. No sé qué gritaba el indigente. Pedía, por favor, que no. Un silencio roto. Soy persona soy persona soy persona.

Y todos en la ventana llorando. Una ventana que es todas las ventanas que dan a un solo hombre. Que nadie quiso tocar. Por respeto desidia miedo lástima empatía antipatía frialdad calidez dolor. Tendido sobre sus rodillas sobre el arroyo vial. Viendo alejarse lo último que le quedaba de vida. De su otra vida.

Al poco tiempo dejé de ver al indigente. Igual que se fueron los coches viejos. Pero luego llegaron otros. Como todos los ciclos. De coches, palmeras y personas.

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Abril Castillo

miope e hipermétrope al mismo tiempo pero en ojos distintos