(11/52) Spoiler Alert: Armageddon

Abril Castillo
7 min readJun 3, 2023

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Cada que algo me enfermaba, Amanda me decía: “¿Sí te has dado cuenta de que cuando tienes mucho trabajo empiezas con tus dolorcitos?”. Me acuerdo claramente que eso me lo dijo en algún lugar al que fuimos a comer sobre Universidad, a la altura del Scop, y a una cuadra de donde teníamos nuestro estudio del Cuarto para las 3. Pero solo me viene a la mente el Subway y creo que nunca comeríamos ahí. No se si había otra fonda que ya no existe. Recuerdo que también estaba Armando y hasta hay por ahí un dibujo de eso. Debe ser de 2016.

Ese año me dieron el Fonca, al año siguiente corte con Santiago, tembló súper duro en la ciudad y a los pocos meses se murió mi tío, se desató el me too, me mudé de casa, cerramos el estudio, volví con Santiago.

Ese día de esa comida diría que estábamos en el ojo del huracán.

La primera vez que vi Armageddon estaba en la secundaria. Mi miedo más grande era que un meteorito impactara la Tierra y mi primo Iván se divertía en las comidas familiares diciendo que si su tamaño era lo suficientemente grande, sacaría de orbita el planeta y la gente que no muriera del golpe, saldría volando y le explotarían las cabezas. Yo quería morir del impacto ante ese escenario, pero ante cualquier escenario prefería no morir.

La primera vez que me obsesioné con la muerte por algo de mi cuerpo fue en una feria de Oaxaca. Estábamos en un hotel One con Jorge y Yosh, trabajando en el teatro de papel que presentaríamos dentro de una semana en la Filij. Y me encontré un bulto en la axila. No tenía forma de revisarme con un médico estando ahí de viaje y con tanto trabajo encima. Lo que me terminó calmando fue hacer cita con un oncólogo que semanas después me diría que todo estaba bien. Pero la herramienta que verdaderamente aprendí fue cuando le llamé a mi psicoanalista y me dijo que qué rimaba con cáncer de mama. Y era cierto: estaban a punto de operar a mi mamá a corazón abierto. Y perder una mama rima mucho con perder a una mamá.

Anoche mientras veíamos Armageddon no podía quitarme el malestar del miedo, de la angustia, así que me metí a bañar.

En la prepa un profesor nos dijo que la preocupación era por algo tangible y la angustia es por algo que desconocemos. Encontrar el origen del miedo a veces es hacer tierra en vez de salir flotando. La angustia también es esa carga eterna de miedos que vamos metiendo al fondo de la mochila y luego se manifiestan pero no das con ellos en la oscuridad. Ni recuerdas que los habías puesto ahí, para empezar.

En la secundaria la canción del soundtrack de Armageddon de Airosmith me la cantaba Pablo, un niño que era de mis mejores amigos y con el que intentamos andar pero no funcionó. Una vez que unos compañeros se iban a pelear a la salida en el parque, me hizo dejar abiertos los ojos cuando se empezaban a golpear. Yo quería cerrarlos porque siempre me ha dado miedo la sangre y él me los detuvo un momento como en Naranja mecánica y me dijo: Mira, tienes que mirar.

Mientras me bañaba anoche, sentí un bulto en la axila. Ya llevo sintiéndola un tiempo y no es tanto una bola como una inflamación de algo, seguramente algún músculo. En el fondo de mi ser sé que no es nada, pero cuando las alarmas están todas despiertas, cuando traigo una racha de ataques de ansiedad, no logro convencerme de que no sea nada grave esos bultos que se manifiestan como piedras enterradas en el fondo de mi mochila desde quien sabe cuando; no me calmo hasta que voy con un especialista y me dice: No es nada, es muscular, etcétera.

Bañarme iba a relajarme pero me estresó más. Tuve que tomarme medio tafil para dejar de pensar y hace meses no tenía que apretar ese botón de emergencia.

El ataque de pánico previo fue antier, de camino a mi clase de cocina regional. Pensé que era algo muy parecido a cuando de niña me enamoraba y luego cuando volvía a ver al que me gustaba, ya con la plena conciencia del enamoramiento, me daba algún telele. Mi mamá seguro diría que he sido histérica desde niña. Así me sentía el jueves, con muchas náuseas y miedo y ganas de no llegar, regresarme a mi casa y vomitar. Como no tenía fuerzas, lo reconocía, tomé una copa de vino en la comida para poder pasarme los alimentos a pesar del miedo y luego me fui en Uber porque no me sentía capaz de moverme. Subiendo las escaleras pensé: En cuanto empiece a cocinar esta emoción culera pasará. Tardó más que un rato en irse, pero recuerdo un momento en que vi que eran las siete de la noche y todo ese tiempo intermedio había desaparecido, igual que la náusea.

El miedo que tenía se debía probablemente a que el día anterior, el miércoles, le escribí a mi profesora de cocina, la chef Karla, para contarle que estaba considerando seriamente estudiar gastronomía, la licenciatura. Y le pedía vernos para platicar. Me respondió hasta la noche sorprendida y contenta, y quedamos de platicar el viernes. Así que el jueves que la vi ya había entre nosotras una verdad latente: aunque era la penúltima clase yo estaba decidiendo algo mayor y ella lo sabía. Si me desdecía a la mera hora ella lo sabría.

El amor o nuevo enamoramiento es por la cocina. Que empezó como algo que me gusta y ahora no puedo quitármelo de la cabeza. Me quiero ir a vivir con él.

Digamos que digo que me he enamorado de un color, dice Maggie Nelson en sus Bluets.

Llevo toda la semana leyendo un libro de Chronicle Books que se llama The decision book, donde los autores compilaron distintas teorías de psicólogos, filósofos, hasta gente de marketing y negocios. Trae una página de resumen y otra con esquemas por cada teoría. Pensé que leerlo me ayudaría a decidir. Uno de esos días entre al estudio de Santiago y le conté mi angustia que de día me tenía con náuseas y de noche no me dejaba dormir: Pero más bien tú ya decidiste, me dijo. Y tenía razón. Desde octubre del año pasado yo ya había decidido. Solo estaba haciendo tiempo estudiando más cocina en formato talleres y diplomados para cuando llegara agosto; para mientras tanto comprobar probando si realmente quería aventarme a estudiar una carrera. Con todo lo que implica.

Tengo frente a mí el libro de Drawing for illustration; estuve esperando más de un año su salida y llegó hace un par de meses pero no he abierto. A su lado está la Revista de la Universidad sobre comida. Los dos están cerrados. Pienso que tengo que terminar la tesis de maestría en Artes antes de empezar esta nueva aventura pero suena imposible. Tengo que hacerlo. Tengo que ver de donde voy a sacar sesenta mil pesos al semestre durante cuatro años. Más el dinero para los materiales e insumos y para el uniforme. Y el tiempo para trabajar de día. Tengo que ver cómo pagar la renta. Tengo que aprender a planchar y a limpiar la ropa blanca al cien por ciento. Tengo que. Tengo que. Tengo que.

No tengo quien me mantenga más que yo. Lo bueno de eso es que también mis decisiones no dependen de nadie más.

Tengo una sensación bajo la axila izquierda que irradia hacia mi mama.

No es dolor. Son nervios, lo sé. En toda la extensión de la palabra. Y en toda la extensión de los nervios.

No sé como le voy a hacer, pero ayer pagué mi inscripción a la licenciatura y subí todos mis documentos. Por ahora con lo que tengo me alcanza. Cocinar me hace feliz, quiero saber todo al respecto; es algo que no había descubierto o que no se me había revelado enteramente, me dice la rata. Ahora es un amor que cada día crece, y con él un miedo que no me expulsa, sino me jala.

El jueves la chef Karla me dijo que si ya me iba a poner los hábitos. Primero no entendí. Porque te vas a enclaustrar. Me reí. El viernes que platicamos bajo el árbol de la entrada, en una banca donde siempre me siento de noche cuando espero al Uber pero que por primera vez habité de día, me dijo que ahora sí ya le contara a mi marido que me volvía monja. Me dijo que sentir miedo estaba bien. Que era como ese meme de: Si te da miedo, pues hazlo con miedo.

Regresé del centro a Coyoacán, donde había dejado mi coche. A la salida del metro General Anaya me encontré con un grupo de monjas caminando hacia mí. Decidí no tomar el pesero sino ir hasta mi coche a pie, quizá parar en La Posta por algo de comer para llevar. Atravesé el infierno de calor. Volví a casa nerviosa pero decidida.

Para volverme chef tal vez necesite aceptar que algo, otras cosas de mi tiempo y de mi día van a morir. Como Bruce Willis, que se sacrifica al final de Armageddon para que su yerno, su hija y la Tierra sigan viviendo. Él era el único que sabía cómo taladrar desde dentro esa enorme piedra.

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Abril Castillo

miope e hipermétrope al mismo tiempo pero en ojos distintos