(12/52) El sabor del rojo
Cuando me preguntan si tengo hermanos siempre respondo que sí, que tengo uno y que se llama Tomás. Mi ermano sin ache al que le llevo dos años y medio y con quien crecí en nuestra casa de Morelia, junto a quien plantaron mi árbol. Ese que me hizo entender y sentir por primera vez las pasiones más fuertes, amores y odios, tristezas y venganzas, ternura y desolación.
Pero la realidad es que tengo dos hermanos. Y casi me atrevería a decir que tres, si cuento a mi hermano polvo, pero no contemos a los que no nacieron.
Patricio nació en julio de 2002. Quiero decir el 15 de julio y me avergüenzo de no estar segura.
Hace unos días mi mamá me contó que a sus 18 años, Patricio quiso emanciparse de mi papá.
Es mi hermano porque es hijo de mi papá pero no de mi mamá. Pero igual es mi hermano. Me gustaría dejar de llamarlo “medio hermano” y dejar de sentirme enajenada de él solo porque sus papás pusieron suficientes impedimentos cuando yo era una adolescente de su edad y quería llevarlo al cine o cuidarlo de noche mientras su mamá y mi papá iban ellos mismos al cine. Nunca se pudo y luego me fui yendo yo. Pensando que cuando él fuera lo suficientemente grande me buscaría a mí, sin intermediarios, y ahí podríamos tener una relación sólo nuestra, que no dependiera de nadie más.
En el último día del año pasado, Patricio me escribió. Me mandó un mensaje en Instagram, donde nos seguimos mutuamente aunque él solo ha posteado una foto de sí mismo que es la misma que la de perfil. Sale sentado en un pasto y viendo hacia la nada, a media risa.
El mensaje decía algo así como que no somos muy cercanos y que la pandemia no ayuda y que qué tiempos difíciles estos pero que ojalá nos veamos pronto, algún día. Ni aún si yo hubiera escrito el guion de nuestra relación luego de mis frustrados intentos a los veinte años por ser hermana de mi hermano, me habría imaginado recibir ese mensaje. Lo leí una mañana y lloré en silencio, tratando de no despertar a Santiago, y lo guardé.
Volví a él unas horas después, a ese mensaje al que no sabía qué responder, en un año de pandemia en el que, como él dice, es imposible juntarnos a ver una de ésas películas de Pixar que me habría encantado invitarlos a ver al cine, o visitar librerías o exposiciones, porque mi papá siempre me dice que Patricio y yo nos parecemos tanto. Que le encanta escribir y dibujar y las historias y desde muy chico jugar con muñecos y que no entiende bien por qué. Y yo entiendo perfecto, sin saber explicar, ese gozo tan grande por los muñecos y las narraciones y el dibujo y escribir.
Una vez le regalé a Patricio un libro que se llamaba Ribit, sobre una rana roja que quería ir a la luna. Él la erre la pronunciaba chistoso a los dos años, así que con emoción esa Navidad le decía a su mamá que Dribit era una dranita droja que quería ir a la luna.
También días después le dijo que había soñado que una niña droja la quería saborear.
Y su mamá me dijo que era porque esa noche yo andaba con esa palabra del sabor en la boca. Que yo era esa niña droja. Y creo que iba más lejos y profundo de esa noche de Navidad, porque Patricio y yo hemos de compartir ese amor por los sentidos. Y hay algo más allá del tiempo y la convivencia que nos hace hermanos.