(14/52) Deshacer una maleta
¿Cuanto te tardas en deshacer una maleta?
Una vez de regreso de un viaje a Cuernavaca ya de noche vi mientras entraba en la cama de mi abuela a ella abrir su maleta e ir acomodando todo. En menos de media hora todo estaba en su lugar. Luego empezó su rutina de ponerse la pijama, desmaquillarse, despeinarse y hacerse sus rulitos con pasadores, ponerse su crema, entrar en la cama conmigo.
Llegué a Barcelona y nadie me esperaba en el aeropuerto. Arrastré mis maletas y pasé de largo toda la gente con carteles de nombres de desconocidos, familiares abrazándose en reencuentros, turistas en pareja o familia decidiendo si caminar a la derecha o a la izquierda, con autos rentados o boletos de metro por comprar. Yo traía tres maletas, dos grandes y una pequeña, y mi mochila amarilla de siempre. Llegué al sitio de taxis y me subí al primero que encontré.
En la autopista a desnivel había tráfico. A mi llegada a Campoamor me recibió Julián y me ayudó a arrastrar las maletas al que sería desde ese día mi cuarto. Me dio una llave. Me vi por primera vez reflejada en el espejo gigante del ropero antiguo. “Puedes usar todo lo que está ahí, es tu cuarto”, me dijo Mariana por mensaje a la tercera pregunta que le hice sobre mover muebles o guardar ropa. Comencé a desempacar.
Antier volví de Madrid a esta casa matrioshka que es Barcelona.
El concepto de casa matrioshka se refiere a esas casas que vamos habitando con mayor o menor profundidad. La más grande es esa casa de la infancia perdida o existente, fantasma o aún en pie. La mía la perdí y este año la demolieron en Morelia. La siguiente es quizá la casa de mi mamá donde vivimos mi ermano y yo antes de cada uno irnos a vivir solos. Mi mamá sigue ahí. La siguiente es mi casa con Santiago. Hay casas temporales pero igualmente refugios en la noche, como el hostal en Madrid. Ya quería volver a mi casa en Barcelona, extrañaba la ciudad, a mis amigos y mi refugio en Campoamor.
Volví hace dos días pero no he tenido fuerzas para desbaratar la maleta. Ayer llovió todo el día. El martes llegué de noche y muy cansada. No sé de dónde sacaba mi abuela las fuerzas.
La disciplina no tiene que ver con la fuerza sino con el ritmo del día. No pensar, abrir la maleta y restaurar el orden perdido por un tiempo. Volver a habitar ese lugar perdido, abandonado, despedido, del que se busca descansar.
La fórmula consiste en sacar todo de donde está. Que todo deje de tener un lugar para saber qué tienes, diferenciar el contenido de sus contenedores, replantear su mejor posible lugar. Reasignar semejanzas, grupos y campos semánticos. Dejar el cuarto y sus muebles vacíos. Ver la membrana al aire. Luego reacomodar. Desbaratarlo todo antes de que tenga un nuevo lugar. Toalla, artículos de higiene personal, papeles, tickets, ropa sucia, ropa limpia, cuadernos, plumas, libros por leer, de regalo y leídos.
Un espacio es una persona. Llego aquí y Julián, su voz, me recibe antes de que lo vea. Está ahí, en la ventana. Con el rechinido oxidado de la reja una sabe que alguien llega o alguien se va de Campoamor, yo vengo llegando. No he cerrado la reja, y todavía tengo el candado en la mano. “Hola, bienvenida”, lo veo asomado por su ventana entre macetas de cactus y otras plantas. “Eres el San Pedro de mi vida”, le digo. Se ríe y luego desaparece su cara en la sombra. De mi vida en Barcelona pienso. Pero qué más es la vida que está vida que solo puede vivirse en presente.
Entro a mi cuarto, dejo cerca de la puerta la maleta y miro mi reflejo en ese espejo gigante del armario antiguo. La imagen ya no es nueva. Y ese mueble me contiene ya desde hace meses a mí y a todos los objetos que tengo y necesito.