(15/52) Brincar la cuerda 365 veces
Mi tío Tolín siempre contaba la historia de cuando mi prima Valeria estuvo en atletismo en la secundaria. Era la más veloz en la carrera de salto con obstáculos. En una competencia, Valeria iba hasta adelante y le llevaba mucha ventaja a los otros y, al sentir que no había nadie a su lado, se tropezó por voltear hacia atrás.
Ayer empecé a saltar la cuerda y hoy lo hice otra vez. Como no sé cómo se mide eso, pero me parece imposible hacerlo de corrido por X tiempo, preferí contar los saltos igual que al meditar cuento las respiraciones cuando empiezo a distraerme. Salté 365 veces, como para ponerme al día con el año que se viene frente a nosotros. Hoy salté solo 180 veces en tres series de 60.
Me gusta saltar porque no siento que sea ejercicio como sí siento al hacer abdominales. No me gusta hacer abdominales ni lagartijas y si hago yoga prefiero que haya una maestra diciéndome cómo no lastimarme. Además, en el lugar donde salto la cuerda no llega el internet. Salto la cuerda en la entrada de mi casa, donde hay un pasillo largo entre dos libreros, ahí no le pego a nada. Pero también es un lugar sin ventanas que antes odiaba porque es oscuro; ahora me parece el lugar ideal para hacer ejercicio sin que nadie me vea.
Las ventanas de mi estudio y de la recámara dan a un edificio de oficinas. Antes era un hospital del ISSSTE, y ahora deben haberlo destinado a alguna dependencia del gobierno. Casi nunca veo a las personas que trabajan ahí, pero el otro día un tipo se asomó por una de sus ventanitas para hablar por teléfono y yo, que estaba parada en mi ventana viendo la jacaranda toda floreada, lo vi clarito: era Javier, un tipo que trabajaba en Conaculta. Él también me vio. Ninguno saludó al otro, conscientes de que acabábamos de invadir un espacio vital y privado para el otro. Nos vimos como dos vaqueros se miran y luego deciden cada uno seguir su camino sin disparar.
–No estoy buscando problemas.
–Yo tampoco, buena tarde, caballero.
Por eso prefiero hacer ejercicio en el pasillo de la entrada, solo que acá no llega el internet. Trato de colgarme de la red del estudio de Santiago, que está cruzando el pasillo, aunque no siempre llega. Si llegara tal vez haría alguno de los videos de taichi que me mandó Maya. Ale me recomendó caminar un poco entre cada serie de saltos, Santiago me dijo que no salte diario. Pero qué chiste no poder saltar diario; por eso hoy salté menos, salté la mitad.
Había pensado que cuando terminara la cuarentena, movería un librero enano del ahora pasillo del ejercicio hacia el comedor, para ponerle plantas encima y que se llenara ese espacio blanco que queda junto a la sala. Compraría una mesa redonda y la actual mesa del comedor la pasaría a la entrada y ahí leería, dibujaría y escribiría en el silencio de ese espacio de la casa donde no hay ventanas ni internet.
Los días que pasé en cama luego de la operación me hicieron imaginar muchas cosas sin prisa y con calma, como cuando me baño. Empecé a ordenar mis notas del celular y a poner en cada lugar aquellas que pertenecían a distintos proyectos de libros que de ser tres, se convirtieron en seis. Para mejor, porque quería meter tres novelas en una y quizá por eso estaba tan atorada. Sobre todo me emocionó retomar una novela sobre la infancia que no logro reescribir desde hace unos cinco años. Las palabras y el tono por fin empezaron a fluir y vi la convocatoria de SM y me dije: tal vez este año ese puede ser mi deadline. Empecé a escribir casi diario, a ordenar en carpetas todas las notas de todos los proyectos que tenía. Luego volví a la realidad del trabajo, la maestría, panamá. Y ya no me dio tiempo de nada otra vez.
Necesito un método. Lo sé. No ponerme in deadline en tres semanas, sino un método que me haga avanzar lenta pero segura. El método definitivamente no puede ser exigirme tanto.
Salto hoy por segundo día, salto en mi lugar. Recuerdo cómo de niños, Tomás y yo saltábamos en el pasillo con nuestras cuerdas de plástico rosa, verde, naranja, compradas en Sanborns.
–No salten aquí –nos gritaba mi mamá.
Nos recuerdo saltando en la plazoleta; saltando en nuestro lugar y saltando hacia adelante, en una carrera inventada con brincos de por medio. Los saltos eran infinitos, nunca nos tropezábamos. Tomás tuvo un resorte brincolín (sepa dios como se llamaba ese juguete), en el que te parabas agarrado de un manubrio y con los pies puestos en unos pedales inmóviles, saltabas como resorte hacia arriba. Era amarillo. Ahí sí contábamos los saltos y era difícil pasar de tres, de diez, de quince. Se trataba de dominar a la fiera. Una vez legendaria, concentrada hasta la médula, hice más de cien. Y supe que pude haber seguido eternamente saltando, de niña una nunca para por ahogo, la condición física parece infinita.
Dicen que es posible parar un huevo sobre una superficie plana, pero necesitas concentrarte mucho.
El Tolín decía que Valeria no debió haber volteado atrás sino seguir adelante. Y que aún así, aunque no hubiera ganado daba igual, era la mejor venciendo obstáculos de su generación.