(18/52) 50 días, 23 minutos
Escuché que al amigo de un amigo le dio coronavirus y alcanzo a volver corriendo de Barcelona. Sus únicos síntomas fueron que perdió el sentido del gusto y eso le dio cierta risa. Empezó a hacer experimentos de comer sumas imposibles de sabores: helado de vainilla con anchoas. Cosas así. Y comprobar que no le sabían a nada.
De niña me gustaba hacer esa suma imposible también aunque me supiera a todo. Aún recuerdo el sabor de la catsup con yogurt líquido de fresa dentro de un sándwich de pan blanco sin tostar.
Me imagino al amigo de mi amigo haciendo más pruebas. Pruebas sobre las grandes cosas. Probar si le sabe igual la sal que el dulce. Lo amargo que lo ácido. Probar texturas (¿las texturas sí la siente? Espero que sí, supongo que sí; como esa vez que me operaron y por la anestesia no sentía dolor pero sí toda mi piel moviéndose, el dolor en este caso sería como el sabor y el movimiento como la textura). Probar el jugo de un limon contra un café frío. Y no saber cuál es cuál excepto porque los está viendo frente a sí.
De niños hicimos pruebas de helados en casa de mis abuelos: a ver quién podía reconocer el de Holanda o el de Bing. Pruebas de refrescos: Manzanita Sol contra el Sidral Mundet. El de la Coca contra la Pepsi, aunque nunca había Pepsi, a quién le gusta la Pepsi o la toma por elección y no porque es lo único que dan en Cinemex. De adolescente jugábamos a probar entre un Camell y un Marlboro también, entre una Sol y una Corona. Entre una salsa verde de lata y la que mi mamá hace para el chile con huevo.
No me ha dado covid. Aún así siento que he perdido de cierta manera el sentido del gusto en tanto muchos sabores que antes reconocía e incluso disfrutaba ya no los siento. No los percibo. No recuerdo cómo sabían.
Por qué me gustaba tanto ir a la maestría u organizar talleres o escribir en médium o tratar de armar una novela o ver netflix o dibujar en libretas o llevar un diario o platicar por whatsapp en mensajes de voz que duraran horas todo el día todos los días con mis mejores amigas.
Trazo un mapa de qué me hacía calor en el corazón y muy pocas piezas se encienden.
En estos no se cuántos días de encierro mental, que empecé un par de semanas antes de la oficial porque me iban a operar y tenía que ser extra cuidadosa. En estos días que no he contado pero ahorita voy a un calendario y los cuento y así le pongo de título a este texto. En todos esos días he sentido alivio de no poder salir, angustia de tener que ir al médico, pánico de morirme en la cirugía, paz de no tener cáncer, desesperación de no verle el fin a esto. No sé qué he sentido en realidad porque no puedo reducir a una sola palabra esas emociones tan mezcladas todas con todas.
He meditado todos estos días, desde una semana antes del encierro hasta el día presente. Dejé dos días cuando hicimos la mudanza de Panamá porque ya no podía más. No pude moverme en dos días y solo quería estar tirada en mi cama viendo la jacaranda de la banqueta de enfrente. Fui un zombi para todo lo demás. Nada me sabía, nada me aliviaba, nada me daba ganas de salir de la cama. Y siento que es algo que también hace el covid aunque no nos haya dado oficialmente a todos. Las cosas dejan de tener sabor y mezclamos todo: lo dulce con lo salado, el trabajo con el ocio, el descanso con el estrés de ser productivos de tener mil hobbies de hornear comida rica en el horno. Ni horno tengo, qué esperanzas de sobrevivir.
Llevo el mismo número de días sin dibujar, dormir bien o entender qué siento y cómo salir de este tiempo detenido. Pero hoy soñé que me mudaba al sur de la ciudad a una colonia llena de árboles. Cuántas vidas puede vivir una en una misma vida, le preguntaba en mi sueño a la señorita de la caja del Sanborns de Madero, con esos techos tan altos, con ese aire siempre limpio porque cabe tanto ahí dentro que no hay manera de que el aire se ensucie.
Estoy haciendo una meditación esta semana que trata sobre cómo afrontar el cambio. Habla del cambio en el cuerpo, el cambio en tus emociones, el cambio en la mente cuando cambias de posición al levantarte del escritorio e ir al baño.
Iba a pararme a escribir esta larga retahíla de nada sin sentido. La habría tecleado en mi computadora. Pero justo había llegado Aparicio a acostarse en mis pies y casi nunca hace eso. Preferí no moverme para que él no se moviera. Santiago dormía a mi lado y era casi como estar sola con mis pensamientos. Santiago se despertó al segundo párrafo y yo no quería que se me fuera la idea. Aparicio se fue corriendo cuando Parvana se acercó a mi cara. Y yo sigo aquí, tirada. Con Aparicio ahora acostado en mi ropa tirada al lado de mi cama, dormitando. Con Parvana con la cara contra la colcha como avestruz con su cola revoloteando en mi cara. Y Santiago en silencio aquí a mi lado, leyendo un libro de María Baranda e Isidro Esquivel. Pero ya es hora de tomarme mi pastilla para poder desayunar dentro de media hora. Es domingo y faltan cinco para las once. Llevo 23 minutos aquí.