(19/52) El sur
Yo nací en Morelia pero casi todos los recuerdos que tengo de allá son inventados. Son una especie de herencia que me dejó alguien que sí vivió allá, y a quien aún recuerdo, pero que ya no soy yo hoy. Tal vez es porque toda relación, incluida la que se tiene con los lugares, hay que alimentarla, cuidarla, mimarla, procurarla. Y yo con Morelia ya no tengo nada. He regresado algunas veces, pero tengo una especie de emoción impostada hacia la ciudad. La verdad es que la recorro y no recuerdo nada. Una vez Sonia me acompañó a mi casa de la infancia. Ésa sí la recordaba. Estaba exactamente igual, excepto porque era inaccesible. Y aunque me asomé por sus rendijas y tocamos para ver si alguien nos abría, nadie nos abrió.
Mi verdadera ciudad natal es el sur de la Ciudad de México. Y aunque tengo recuerdos tan lejanos de ese sur como los tengo de Morelia, algo en el camino, la vida misma, hizo que se fueran anclando uno a uno con mi yo presente. Así que, a diferencia de esa tierra lejana donde me cuentan que nací, el sur es un lugar del que no me he ido jamás. Ni yo ni todos los que siempre lo habitamos. Y tal vez ésa es la cuestión: estás anclado a un lugar en la medida en que compartes con la gente que lo habita. La verdad es que con Morelia me unen más nombres que personas.
Mis casas de la infancia estaban en un pedregal. Las casas de mis abuelos estaban a pocas cuadras de distancia y recuerdo que incluso de niña podía caminarlas. Todas las calles tenían nombres de cerros. Mis abuelos paternos (en adelante titos) vivían en Cerro de la Miel, los maternos (en adelante abuelos) en Cerro del Otate. Yo habitaba ambas casas por igual. En casa de los abuelos mi hermano y yo éramos tratados como reyes. Estoy segura de que mi principal causa de maleducación y berrinches se forjaron ahí. En casa de mis titos reinaba la animalidad de seis niños, entre ellos mi hermano y yo, con nuestros otros cuatro primos. Era la selva. Era la diversión sin fin.
En las dos casas se comía delicioso. En las dos casas no podías más que sentir amor. Y eso para mí fue la infancia. Fue perfecta. Y fue en el sur de la ciudad.
Tiempo después nos cambiamos a vivir a Copilco, realmente a pocas cuadras del Pedregal de San Francisco. Con los años, mis abuelos vendieron su casa y se fueron a Avenida Toluca. Más tarde, hicieron lo mismo mis titos y se cambiaron a Jardines del Pedregal.
De niña iba con mi abuelo al centro de Coyoacán. A los Viveros. De adolescente paseaba por los puestos de la plaza con mis amigas de Copilco. Mi papá nos empezó a llevar a correr a mi hermano y a mí con mis primas y con su hermano. Yo era la peor porque fumaba. Mi papá siempre se desesperaba de mi falta de condición. Pero siempre saliendo, desayunábamos algo por ahí. Íbamos al estadio a ver a los Pumas. Y cuando entré a la universidad a estudiar Letras, la escuela me quedaba caminando; mi abuela me decía: te caes de la cama y ya llegaste a la escuela.
Me gustaba del sur que estuviera sobre rocas volcánicas. Que no se sintieran tanto los temblores y que las casas no se pudieran caer.
La primera vez que no viví en el sur fue también la primera vez que viví sola, sin mis papás. Mi entonces novio y yo nos fuimos a la Narvarte y a mí me parecía lo más lejos de todo. En mi mente y en mi corazón, el sur era céntrico. El sur era mi centro. Pero a los pocos meses de vivir en el nuevo barrio me di cuenta de que ahora todo me quedaba más cerca, el sur incluido.
Durante muchos viernes, una vez a la semana, y más recientemente todos los lunes, voy a terapia al sur. Las comidas familiares de los domingos siempre son en el sur. Las primarias y secundaria a las que fui, también la prepa. Toda la universidad y ahora que regresa a la maestría son y serán en el sur. Mi hermano, mi mamá, mi papá, mi tita, mi prima, mi tía viven en el sur.
Jamás me ha pesado llegar allá; al contrario, lo vivo con una emoción especial que ni siquiera es nostalgia, sino una sensación de estar yendo a casa.