(20/52) Chocolate
A veces me pregunto si volveré a dibujar. Mi estudio no ha sido mío desde que regresé de Barcelona. Me da pena hablar de Barcelona, no me gusta decir que fui y a la vez siento que siempre la acabo mencionando.
En Mentes brillantes, el protagonista tiene un enemigo compañero de clase con el que siempre compite y le gana. Más adelante el protagonista terminará trabajando para la CIA y luego resultará que todo estaba en su delirio. Se dará cuenta de que el único lugar donde se siente seguro y tranquilo, el único lugar que realmente sabe que existe, es la universidad. Ahí puede ser quien es, haciendo matemáticas, y no se le va la hebra. Resulta que ahora su enemigo de la juventud es el director. Lo ve y lo deja estar. El protagonista se va llenando de alumnos en la biblioteca, así que su enemigo le ofrece un trabajo como profesor, con un pago, un aula, alumnos inscritos. El protagonista no entiende por qué su enemigo quiere ayudarlo hasta que como tal se lo pregunta:
—¿Por qué quieres ayudarme?
—Porque te admiro y porque para eso están los amigos.
Ayer volví a ver a mi tutor y mi maestra de historia de la literatura. También a sus hijos, notablemente más grandes.
Uno de mis últimos días en Barcelona tuve la tutoría final en un café frente a un parque, en un barrio cuyo nombre ya no recuerdo. Mi tutor saludaba a todo el mundo ahí dentro y era porque vivía a una cuadra de ahí. Desplegó una serie de novelas gráficas en la mesa y me dio la dirección de la que para él era la mejor librería de gráfica en Barcelona, Fat Boy. Y me deseó suerte intentando volver mi proyecto una novela gráfica. Me preguntó cómo me sentía para regresar a México y le dije que lista pero dolida a la vez de dejarlos a todos, de dejar la ciudad. Partir es partirse, me dijo. Y me contó sobre una moneda que se parte en dos cuando un viajero se va. Una parte se queda ahí y otra se marcha. Nunca vuelves a estar completo.
Mi tutor me eligió para asesorarme durante mi proyecto. Empecé con dos proyectos, ya partida desde que llegué. Tenía que decidir con cuál me quedaba. Y terminé desarrollando un tercero. Me pregunto ahora qué se sentirá poderse dedicar a una sola cosa a la vez, poder haber dedicado ese año a nada más que a escribir. Pero no pude. Seguí llevando la edición de tres libros de Alacraña, trabajando full time en Domestika y llevando el master en todo el tiempo que me sobraba entre eso. Todo lo demás era mi novela.
Ir a nadar era escribir. Ir al súper era escribir. Comer con mis roomies era escribir. Videollamar diario o casi diario al ticher y a mi mamá era seguir escribiendo.
Mi tutor me intimidaba. Me costaba distinguir si era grosero o solo demasiado directo. Mi primera impresión de él fue decir que no le gustaba cuando se hablaba de terapia en narraciones, cuando una compañera mencionaba este contexto. Y yo, desde México y atrapada en la pantalla de quienes tomábamos en línea, porque aún estaba en el hospital con mi mamá, lo contradije y hablé de la terapia y más tarde esa compañera se volvió mi amiga, me mandó mensajes y muchas recomendaciones de ropa que llevar, del clima, de cómo hacer ciertos trámites y cuando llegue allá me convenció de ir con todos a tomar una cerveza a un lugar cerrado, yo que tanto temía el covid.
Mi segunda impresión con mi tutor fue cuando lo conocí en persona. Llegué muy tarde a mi primera clase con él porque antes fui a Ekaré a visitar a Araya, me invitaron unas arepas exquisitas, y hablé mucho con una editora sobre nuestro querido Javier Sáez. De camino a la escuela se soltó la lluvia y yo sin paraguas ni datos en el cel, fui corriendo hacia donde pensaba que era la UPF, preguntando, hasta que logré llegar, media hora tarde, empapada. Entré intentando no hacer ruido ni interrumpir, y me senté en la primera silla hasta adelante que vi libre, la más cercana a la puerta. Mi tutor interrumpió lo que decía y me dijo: Bienvenida, nos tenías preocupados. Me he de haber puesto roja y di las gracias y no dije nada más.
Un día de esos primeros, al final de su clase me acerqué y le regalé mi novela y un libro que acababa de editar con Alacraña. Me contó que en pocas semanas, él vendría a México y me dijo que si quería que me trajera algo solo se lo dijera. Le pedí 200 g de chiles serranos y me dijo que no se me iba a ir la nostalgia a menos que dejara de anhelar los sabores de aquí. Le dije que si aceptaba traerlos, le prepararía unos chilaquiles y solo se rio.
Se fue y regresó. Tuvimos nuestra primera tutoría. Yo traía miles de cosas que quería mostrarle pero no quiso leer más que lo nuevo, nada que hubiera escrito durante otras clases, aunque fuera sobre el mismo proyecto. Me leyó dos de unas veinte páginas que le había enviado. Empecé a impacientarme y a temer. Terminó la tutoría y sacó un paquete de libros que me había mandado Santiago, seguido del libro de Alacraña que yo le había regalado solo unas semanas atrás, es decir, me lo devolvió: Empecé a leerlo pero no me gustó nada, dáselo mejor a alguien que sí le guste. Me quedé en blanco, quería llorar pero no quería hacerlo enfrente de él. Si dijo algo ahí no lo supe, dejé de escuchar. Miré hacia la ventana y vi a su siguiente tutelo esperando a que me fuera para entrar. Me bajé de la periquera y empezaba a irme, pero en eso mi tutor sacó otra cosa de su mochila: una bolsa llena de chiles serranos.
Nunca le hice los chilaquiles, no volvimos a hablar del tema. Los chiles nos los fuimos comiendo en casa, porque todos mis roomies eran mexicanos y era un ingrediente muy preciado para nosotros.
Una de mis últimas noches en Barcelona, mi tutor me pidió hacerle los famosos chilaquiles. Me congelé: ya no quedaba ningún serrano. Quizá en alguno de sus viajes a México, alguno de mis roomies había traído más. Busqué en el congelador y encontré un par. Mi tutor me invitó a su casa. Hice frijoles de cero, que aprendí a hacer gracias a esas cocinadas en la casa de Barcelona. Hice salsa para chilaquiles. Conseguí totopos, herví pollo, compré la crema más parecida a la ácida que pude y el queso más parecido al queso fresco que hubiera. Hice guacamole y chicharrón en salsa verde. Arroz rojo. Llegué a su casa, que estaba realmente en el mismo edificio que la cafetería donde por última vez me asesoró. Sus hijos ya estaban acostados en su cama, su gatito rondaba por ahí y lo saludé. Su esposa me dio las gracias y pensó que si iba yo a cenar era para que ella cocinara y dijo que algún día haría un risotto para compartir. Pasamos un buen rato hablando y terminamos de cenar y me fui. Sus hijos probaron al día siguiente la comida. Mi tutor me envió un audio de su hijo mayor contándome cómo le había sabido la comida mexicana.
Ayer desayunamos en un restaurante con nombre italiano, pero que sirve desayunos mexicanos, frente al Parque México. Sus hijos recordaban esa comida, y mi tutor me dijo que aquella noche de hace más de dos años había sido la primera vez que probaron la comida mexicana. Menudo honor que tuviste, me dijo el mayor, haber sido quien me dio comida mexicana por primera vez. Su mamá le dijo que no fuera pesado, y mi tutor y yo nos reímos mucho. Menudo honor que tuviste tú también de haber comido mi comida mexicana, justo en el momento en que me di cuenta que a esto me quería dedicar, pensé.
—Agradezco que siempre hayas sido tan sincero conmigo, porque eso hace un verdadero amigo —le dije, recordando junto con él lo del libro devuelto, pensando en el suceso desde otro nuevo lugar.
—Como amigo te digo también que termines tu novela —y me dijo el título. Todavía se acordaba.