(25/52) Un paraguas con el techo ilustrado
Se suelta la lluvia justo después de comer. Comimos milanesas de pollo que empanizamos el miércoles, y una ensalada con lechuga y zanahoria y tomate (como le dice el ticher al jitomate) que compramos hoy en el local de mero abajo.
Durante todos los días que lleva la pandemia mi carrete se fue llenando de fotos de la comida del día. Una foto al plato y otra al ticher comiendo. El otro día recorrí de nuevo mi carrete. Parece que no hice nada este año pero comimos tantas cosas, cocinamos tanta comida.
Se suelta la lluvia y Santiago me dice: Ya empezó a llover. Lleva un mes o más esperando unos libros que pidió por Amazon. Unos cómics. Pensaba en cancelarlos pero al fin decide esperar. El problema es que van a llegar a nuestra antigua casa en Pestalozzi. Estamos a una cuadra de ahí, así que Santiago le pone sonido a su teléfono para escuchar si lo llaman e irse corriendo a recogerlo, y empieza a vibrar como loco por todas las notificaciones y mensajes.
¿Por que no te vas a sentar con Raquel y mientras llega el paquete platican?, le sugiero. Raquel es la señora de los marcos, a quien Santiago lleva una década llevándole a enmarcar dibujos propios y ajenos. Llevo conociéndola casi el mismo tiempo. A quien le dábamos los buenos días y la buenas noches, el local está a la entrada del edificio. Los voy a extrañar aunque no platicáramos tanto, me dice cuando me despido de ella. Y le digo que no se preocupe, que vamos a estar aquí a la mera vuelta.
Santiago se ríe cuando le sugiero que se vaya con Raquel en lo que llega su paquete y en eso se suelta la lluvia. Acabamos de comer hace unos quince minutos y seguíamos sentados platicando. Este nuevo comedor es muy agradable. Se suelta la lluvia y los dos nos levantamos, recargamos el antebrazo en el librero de la ventana y miramos cada quien distintas cosas.
Me gusta estar en un piso más alto, le digo, porque así puedes ver gente pero ellos no te ven. ¿En pestalozzi te veían?, me pregunta. Y yo le digo que creo que si. Que casi estábamos a la misma altura y a veces la gente volteaba al ventanal de mi estudio cuando trabajaba o de la recámara cuando me echaba a ver tele. Extraño ese cuarto tan iluminado. En la nueva casa el único lugar sin luz es la recámara, aunque tiene sus ventajas porque no necesita cortina y es muy silencioso, perfecto para dormir.
Sigue lloviendo y cada vez llueve más fuerte. Un tipo de camisa azul y pantalón de mezclilla cruza la calle empapado, sin ánimos de taparse, no tiene con qué. La gente que atiende el puesto de cubrebocas se repliega y se convierte en una sombrilla. Una chica cruza y me quedo viendo las siluetas de animales terrosos sobre fondo negro y me pregunto si sabrá que los espectadores de ese dibujo somos los de arriba de la tierra, que vemos a los otros sin que nadie nos vea.
Al rato la lluvia baja y luego deja de llover. Santiago y yo los vamos cada uno a su estudio. Este departamento tiene tres recamaras. Por eso nos mudamos aquí.
Al rato me siento de nuevo a trabajar y veo un correo de la rata. Le respondo pero decido llamarla. ¿Que hacías?, le pregunto, ¿te interrumpo? No estaba haciendo mucho, me dice dulce, solo aquí parada en la ventana viendo llover.