(25/52) Vino blanco

Abril Castillo
5 min readJun 29, 2022

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Recuérdame no ser tan idiota, rat, le digo a la rata anoche o simplemente “ayer”, en ese intervalo de ocho horas que pasé en el aeropuerto de Amsterdam, miedosa de salir a conocer la ciudad, por el miedo de poder abordar el avión o, sobre todo, entrar con tiempo al aeropuerto.

Había noticias que decían que podías pasar más de cuatro horas haciendo cola para que te validaran el pasaporte.

Y yo, que no tuve que validar nada porque si llegas desde España, eres un fantasma, viajero invisible.

No es ningún privilegio, pagué mi derecho de piso después de la infinidad de trámites que hice para entrar a España y quedarme legalmente por un año. Una vez que entras a la Unión Europea, confían en ti. No es para menos.

Salí a las siete de la mañana de Campoamor, tomé el metro Valldaura hasta Plaza España, y de ahí tomé el aerobus que te deja en la Terminal 1. El primer avión salía a las once de la mañana, llegué como nueve y media.

Desde un día que perdí un tren y la rata me dijo que ya se veía venir, que siempre iba al límite de tiempo, me planteé de verdad cambiar. Me juré, como quien dijera, para dejar de llegar tarde. Solo sal por lo menos una hora antes, me dijo la rata. Y eso he hecho, aunque luego tenga que esperar. Como ley de Murphy, la siguiente vez que quedé con alguien y llegué media hora antes, a él se le hizo una hora tarde. Esa es la razón por la que me volví impuntual, pensé.

El avión de Barcelona a Ámsterdam también salió tarde, pero llegamos a tiempo a Schipol. A mí me daba un poco igual, hasta mejor si se hubiera retrasado un rato, porque iba a tener que pasar más de siete horas ahí. Y eso hice. Trabajé un poco en mi TFM (trabajo final de máster), pensando desde antes que igual estaba bien, que era como tener una jornada de trabajo sin interrupciones. Pero en esos no lugares que son los aeropuertos no se puede trabajar muy bien. Estuve una hora y me fui a caminar. Anhelé tener un pase VIP para esas salas de espera del lujo, y a cierta hora, me fui a comer a un lugar que parecía Cheesecake Factory. Comí una ensalada de atún y un vino tinto. Pasé una hora ahí pendejeando en el celular, observando a la gente de mi alrededor. Un piloto que se bebió una cerveza grande. Un grupo de catalanes jóvenes divididos en dos mesas que se ve que llevaban un rato haciendo tiempo ahí. Una señora que pidió una cerveza pequeña y unas croquetas holandesas. Pedí unas también luego de un rato y otra copa de vino. El mesero me dijo que si con la segunda copa, me traía un vaso de agua. Me quedé callada un momento. Aún faltaban cuatro horas para mi vuelo y estaba pidiendo más comida. ¿Le habría preguntado lo mismo al piloto? Recordé a Úrsula explicándole a Yhonatan que tiene que tomar un shot de agua entre cada bebida alcohólica. Yo la verdad es que no había pedido agua porque siempre te la cobran, aunque supuestamente en Europa te la puedas tomar de la llave, solo te ofrecen agua embotellada. Sí, sí quiero tap water, pensé. A large one, please, le dije.

Cuando quedaban tres horas, me levanté y seguí caminando, recorriendo las gates A, D, E. Las tiendas una y otra vez. Pensando lo caros que son los quesos ahí. Viendo los tulipanes e imaginando si podría llevarme uno a México, unas semillas. Planeando qué compraría en la escala de regreso para llevarle al ticher, a mi mamá, a mi ermano. Fui al baño, me senté en unas mesas largas donde puedes conectar tus aparatos.

Faltando una hora y media fui a un wine bar por una copa de vino blanco. Frente a mí una chica joven platicaba con una pareja grande que comía sushi. Ella tomaba una copa de vino tinto. Yo tenía calor. Leía Cauterio y entre cada capítulo revisaba las redes, cada vez más ansiosa de llegar a cualquier lugar. Quizá de terminar este viaje, completar las escalas, volver a Barcelona, tener mi día de tribunal o examen final, empacar, despedirme y regresar al fin a mi casa.

El vuelo a Copenhague se retrasó una hora, cuarenta minutos adentro del avión. Llegando tenía que tomar un tren a Mälmo, a la estación central, para subirme en el bus número 3. Las puertas ya estaban cerradas en la estación y tuve que salir y dar toda la vuelta. Oyuki desde Málaga me indicaba por dónde caminar, y me avisó que ese camión no era, que tenía que tomarlo del otro lado. Hice como los antiguos y le pregunté a una señora que me dijo: Sure, that’s the bus number 3, arrastraba todas las palabras y además el bus que señaló era el 5. Era Midsommar, ya me había dicho Oyuki que todos estarían pedísimos en la calle. Pasó adelantito el bus 3 y me subí. Seguí las instrucciones: cuando te bajes en sorgenfri caminas a la derecha y en la esquina a la izquierda esa es la calle sorgenfrivägen.

Toqué su timbre y esperé a que desde el poder de su celular me abriera la puerta. Entré y subí al tercer piso por la llave pegada a la parte de abajo del tapete con cinta canela. Bajé al PO Box por las llaves de la casa, subí otra vez al tercer piso y abrí los dos cerrojos. En el marco de la puerta le mandé una selfie. Oyuki se pudo ir a dormir.

Un par de horas después, me acostaba yo, cuando la adrenalina ya se me había bajado y después de bajarme yo misma unos quesitos minis que me traje de Amsterdam y una botellita pequeña de vino tinto. Y un shot de agua. Hacía calor pero en casa de Oyuki no había vino blanco. Solo una soledad que no había tenido en unos nueve meses. Y eso me dio mucha paz.

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Abril Castillo

miope e hipermétrope al mismo tiempo pero en ojos distintos