(26/52) Escribir en clave

Abril Castillo
4 min readJul 7, 2020

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Clave viene de la palabra llave.

Hace unos ocho años, escribí un libro que metí a un concurso donde no ganó. Eso no fue lo importante para mí. Fue el primer libro que escribí. Siempre me imaginaba siendo escritora, pero realmente no escribía mucho. Una vez en una conferencia en la escuela mexicana de escritores, Alejandro Zambra dijo que le llevó algunos años entender que los escritores no escriben con monóculo y brandy, que no es necesario usar palabras rebuscadas. Que a veces es tan simple como hablar y ya. Yo estaba sentada hasta atrás, con un amigo del que estaba enamorada. Lo veía poco, pero esa semana lo vi casi todos los días seguidos. Estábamos sentados hasta atrás escuchando a Zambra. Los dos habíamos leído ese año todos sus libros. En la librería del lugar yo le leí un fragmento de La vida secreta de los árboles. Me acordaba perfecto de la página porque recién lo había leído. Él ese día se compró el libro. La cita decía: “Se imagina desconcertada y luego furiosa y finalmente invadida por una decisiva quietud. Está bien, era sin compromisos, como debe ser: se ama para dejar de amar y se deja de amar para empezar a a mar a otros, o para quedarse solos, por un rato o para siempre. Ése es el dogma. El único dogma”. Mi amigo me dijo: Ouch. Luego entramos a la charla, la charla empezó. Nos sentamos hasta atrás y en eso me di cuenta de que a mi lado derecho había en lo alto un espejo alargado que nos reflejaba. Nos tomé una foto con el celular. Nos quería recordar ahí sentados a los dos ese día, mientras afuera llovía a horrores y mi amigo llegaba tarde a conocer a su primer sobrino. Había tanta gente que no alcanzábamos a ver a Zambra, solo escuchábamos su voz, ahí lado a lado.

Ese día entendí que escribir no tiene que ser usar palabras rimbombantes, que a veces es solo cosa de decir las cosas nomás. Años antes había intentado escribir una novela, que envié a un concurso donde no ganó. Pero no eso no era lo importante. Fue la primera vez que decidí sentarme nomás, ponerme como fecha límite la fecha del concurso, y ponerme a escribir las siguientes cuatro o seis semanas sin parar. Como detonante, pensé en los juegos que jugaba de niña. El concurso era de libros para niños, y se me hizo natural pensar en juegos y en mi propia infancia. Luego de algunos nombres de juegos que comencé a enlistar, recordé uno que le decíamos subterráneo, y lo anoté. Se me cerró el cogote y me dieron unos sudores raros, como ganas de llorar. Pensé como ese juego en realidad no era un juego. Como sólo lo había jugado una vez y mis papás estuvieron a punto de cacharme. Y cómo nunca habían sabido la verdad. Luego me dio risa. Cómo era posible que un juego o una travesura jugada a los ocho años me devolviera a ese miedo tan grande que le tenía (¿tengo?) a mis papás. El miedo a la mentira. El miedo a que conozcan la verdad. Recordé otros juegos que también eran travesuras y uno en específico donde sí nos cacharon: pizza escala. El subterráneo nadie nos cachó.

Conforme escribía el libro, me fui encontrando con momentos de mi infancia que no me gustaron tanto. Mi dificultad para hacer amigas por mi hipersensibilidad a cualquier cosa. Lo difícil que me resultaba reírme de mí misma y cómo todo me hacía llorar. Aun así, recordé a una niña grande y hermosa, a la que todos seguían, que no parecía ser completamente mujer. Y pensaba cómo mi mamá a veces me decía eso a mí: que tenía el pelo de niño, que si jugaba futbol en vez de ballet las piernas se me iban a deformar.

Me llené de angustia.

Traté de completar toda la historia en un solo día: que el relato transcurriera desde una mañana hasta la noche.

Recordé más cosas. Imaginé los movimientos del cuerpo. Los traslados dentro de la unidad. Ir desde adentro hacia afuera al interior de un edificio. Habitar el espacio prohibido. La localización de mi departamento como panóptico. El panóptico en una cárcel y a mi abuelo encarcelado. Mi miedo a la lava y cómo en esa época el Popo estaba a punto de estallar. Una noche de lluvia y la guitarra de mi papá. La música que lo calmaba y con él, nosotros también. Aunque las canciones que cantaba (trovas cubanas) contaban historias de muerte, me daban ternura y paz.

La clave en todo, quizá, es cambiar la segunda persona a primera. Empezar de cero. Olvidar, o más bien recordar, que escribir no tiene que hacerse desde la impostura. Que si alguna verdad existe, saldrá sola desde la primera persona. Aunque después la enmascaremos.

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Abril Castillo

miope e hipermétrope al mismo tiempo pero en ojos distintos