(26/52) Sopa de tortilla
El sábado el chef me sacó de clase. Ya había empezado su explicación sobre cómo pelar un camarón y Marcus y yo seguíamos frente a la estufa; yo, quitando la mezcla de chiles, jitomate, cebolla y ajo y apagando el fogón, y Marcus tratando de evitar que se le pegara la tortilla en la crepera, porque olvidamos pedir comal en la requisición. Es que se tiene que despegar sola, cuando ya está solita se despega. Ya apágala y ahorita vemos, le dije, mientras el chef gritaba al mismo tiempo: Los de allá supongo que ya saben cómo pelar un camarón. Me acerqué yo, Marcus aún no aceptaba dejar su primera tortilla sola ni apagar el fuego. El chef, rojo de rabia, me dijo: Todos parejos, vete. Traté de explicarme: Es que estaba apagando el fuego, es que a Marcus se le pegó la tortilla. Y él, cada vez más enojado: Es que esto, es que lo otro, nada de esques, vete ya o no sigo la clase. Y tú también, remató a Marcus. Como había mucho que guardar, sí siguió la clase. Balam y Diego se acercaron a ver en qué nos habíamos quedado. Para la sopa: ya solo había que licuar los ingredientes y, cuando estuvieran las tortillas, freírlas. Había que pedir un comal prestado a otra brigada, porque la crepera no estaba cooperando y ni modo de echarle aceite o mantequilla. Luego me pasan mi tabla, les dije, Balam la estaba usando para filetear la sierra. Se llevan los trapos y los lavan, la crema está en el refri y les encargo mi tupper. Quería llorar y estaba tan enojada con el chef que ni siquiera podía voltear a verlo. De reojo notaba que él también nos seguía ignorando. Marcus se reía de nervios, era la segunda vez que el chef lo sacaba. La otra vez fue en la primera sesión; él sí traía su manual impreso, pero Diego no, y mientras el chef explicaba cómo saltear un pollo, Marcus le preguntaba a Diego por qué no lo había impreso. Odio que hablen a mis espaldas, váyanse a la de ya los dos. Balam siguió con su poker face y consiguió que nunca le pidiera ver su manual impreso, él tampoco lo traía. Tuvimos que hacer todo los dos solos, a las brigadas de al lado, que también sufrieron bajas importantes, las hizo juntarse para completar los 4. Nosotros quedamos solo dos. Había que hacer el pollo salteado, filetearlo, flamearlo, guardar en bolsas de vacío lo sobrante, preparar las guarniciones. Lavar todo, secarlo, entregarlo. Guardar nuestras cosas y salir antes de las 2:30pm. Al salir, Diego ya no estaba, se había ido de tan enojado. Marcus sí y alcanzó a probar la comida y a llevarse un poco a su casa. Seguía riéndose pero se veía preocupado, si reprueba otra materia, su hermano ya no le va a pagar la escuela. Su hermano tiene mi edad. Los papás de mis compañeros tienen mi edad o menos. A veces me siento como un agente encubierto, viendo de cerca cómo son los jóvenes hoy. Es como un premio, como si de hecho pudiera estar viviendo otra vida, varias vidas en una vida. Aunque a veces también siento que es como un sueño, y que solo estoy viviendo el principio de esta vida pero que, por mi edad, no la voy a poder terminar. Eso sentí este sábado, cuando me sacó el chef.
En la cocina es común frustrarse porque no salen bien las cosas, preocuparse en la preparación previa, saber si algo va a quedar o no, si hiciste bien la lista de los insumos y de hecho los trajiste todos, si pediste todo el material de cocina que vas a ocupar, no olvidar el cloro, no olvidar la caja de secos ni la de fríos, no olvidar descongelar el pollo para esta semana y haber dejado remojando los tamarindos. El día de taller es frecuente andarse peleando en la cocina, apúrate con esto, ya termina de picar lo otro, por qué compraste esta mantequilla tan barata, mira cómo ya se cortó toda la salsa, ya Diego, deja de hablarme de usted. Pasan cinco horas de volada. Sabes que pase lo que pase, a las 2 y cacho de la tarde, ya estarás frente al chef presentando tus platillos y él te dará el veredicto de si quedó bien o mal, y después te dirá: cómetelo rápido. En mi brigada, y supongo que en todas las demás también, normalmente comemos un poquito para saber a qué sabe, y luego lo guardamos en tuppers para llevarlo a la casa de cada quien. Ese momento de probar redime todo lo que pasó antes. Te sonríes con tus compañeros y puedes comentar en paz qué salió bien y qué salió mal, te abres a que te digan en qué podrías cambiar y están abiertos a recibir también los ajustes para la siguiente vez. Sin importar cuánto te gritaste o frustraste o desesperaste, en ese momento todo se borra. Todo valió la pena.
El sábado que me sacaron, ni siquiera pude licuar el caldillo, incorporar el fondo de pollo, lograr hacer las tortillas. No probé nada. Salí con mis cosas, con las que pude, con las que no dejé prestadas, y fui con esa prisa que ya tenía en el cuerpo, a cambiarme. Puse mi gorro de cocina sobre el más alto de los lockers, me saqué la red del pelo, quité las donitas de los chongos, y guardé red y donas en mi caja de herramientas. Me desamarré el mandil y lo enrollé aunque nunca había hecho eso, y mientras lo hacía pensaba que quizá es la mejor manera de que quede planchadito para la siguiente vez. Puse la caja de herramientas debajo del huacal de plástico donde pongo doblado mi uniforme y empecé a desabotonarme la filipina, teniendo cuidado de que no se termine de caer el primer botón transparente, el de adentro. Aventé suavemente mis zapatos negros y tiré al piso mis tenis azules que controlé como si fueran balones de futbol, me los metí rápido para no tocar mucho tiempo el piso frío. Le puse el gorro a mi estuche de cuchillos, para que no se arrugue, y me quité la filipina y la volví a abotonar, ya sin mi cuerpo. El tetris perfecto. Cerré mi locker, 8682. Tomé el manual y fui a encontrarme con Marcus afuera de la cocina, para meter las requisiciones para el lunes y, le propuse, para el sábado próximo de una vez. El chef pasó y lo vimos, y él nos vio pero no nos vio. Seguía enojado. ¿Era el chef?, me dijo Marcus, y se volvió a reír nervioso, ya solo me queda una falta y valgo madres. Dijo que se iría a dormir por ahí y esperaría a que den las 3pm. Yo le dije que me iba.
Caminé a la salida y me encontré con unos libritos que había envuelto para Idalia, en papel de recetario. Era la receta del pastel linzertorte, un pay con almendras y avellanas. No me respondía y yo ya quería irme del centro. En eso pasó Moni, de la coordinación del Colegio, y se sacó de onda de verme ahí. ¿Por qué te sacó?, no pude responder con la máscara habitual, estaba muy enojada aún. Me perdí en mis palabras: que no había hecho nada en realidad, que no se puede decir es que nada, que entiendo que así es la cocina. ¿A quién más sacó?, le respondí que a Marcus e hizo un gesto de entender por qué me había sacado a mí. Ninguno de los dos hizo nada, le dije. Y pensé cómo a mí sí me creía pero a él no. Cómo a mis compañeros nadie les cree. Entiendo que la cocina es así y hay que atenerse, le dije ya llorando y apenada. Y Moni se fue.
Hola, socia, escuché cerca de mí. Era Arlette, que había entrado a estudiar una maestría ahí mismo, y buscaba un baño cerca de la salida. Nos quedamos platicando un poco, ella se tenía que ir a una exposición de diseño y a mí Idalia acababa de decirme que estaba en Petco. Necesitaba ya irme de ahí, en ese momento incluso pensé en ya no volver a la escuela nunca. Arlette me dijo: Socia, siempre puede una renunciar y fallar y arrepentirse, siempre te puedes ir. Nos subimos a su coche para seguir platicando, en vez de tomar el metro en Isabel la Católica, me bajaría en el metrobús de Cuauhtémoc. Nos fuimos todo el trayecto lleno de tráfico platicando de no tener tiempo para nada, de no ser capaces de renunciar y tener demasiados problemas con el fracaso. De Italia y de Barcelona y de Cholula y de la Ciudad de México. Del proceso de cancelar Telmex y no poder y ahí explotar. Del proceso de dejar pasar a otros coches o esperar a que se ponga el siga. Del proceso de desmantelar un lugar y buscar otro que renten por día. Me bajé en el carril de las bicis, pero no venía ninguna. Teníamos atrás un camión de apoyo RTP que no nos pitó. Le di las gracias cuando alcancé la banqueta. Abrí mi celular y vi que era cumpleaños de mi tío Daniel, lo llamé y me fui con él hasta el andén del metrobús. Cenarían tacos de guisados con veinte amigos en Mazatlán.
En el trayecto a mi casa, traté de calmarme pensando qué podría comer, pero nada me calmaba y no me imaginaba comiendo nada a pesar de que tenía hambre. Un globo se me fijaba cada vez más grande en el esternón, en el cuello, en la lengua. Me sentía muda, clausurada, sin encontrar, como siempre siento que encuentro, las palabras precisas para poder nombrar este sentimiento.