(29/52) El rescate

Abril Castillo
3 min readAug 29, 2020

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Se llamaba Francis y era solo un huevo que Emmanuel tenía que cuidar durante el tiempo que fuera necesario. Hasta que la muerte los separara.

El huevo de Pablo no había durado nada. Como el de todos. No creo que ningún otro huevo haya tenido nombre. Pero Francis había sobrevivido sobre cualquier expectativa mucho más de lo que nadie hubiera imaginado. Ya no era solo un huevo.

Íbamos en segundo de secundaria y Pablo y Emmanuel eran mejores amigos.

Francis dormía en el compartimento de abajo de la banca de Emmanuel, en un nido hecho con su sudadera. Y tenía pintada una carita feliz con plumón.

Un día volviendo del descanso, había una nota en el lugar donde Emmanuel había dejado a Francis:

Dame mil volovanes o no vuelves a ver a tu hijo. Espera más instrucciones.

Emmanuel gritó: ¡No, Francis, no! Y todo el salón quedó conmocionado por la noticia del secuestro. Y todo el salón volteó a ver a Pablo, que con su sonrisa cínica de siempre solo dijo: ¿Qué? No entiendo, ¿por qué me miran a mí? Aunque Emmanuel también se sonrió con el juego, a la vez se le notaba preocupado. Llevaba ya semanas cargando con Francis, cuidándolo y conviviendo con él.

Yo le pregunté a Pablo qué era un volován. Y él me preguntó si no conocía al Perro Bermúdez o qué. Y yo le pregunté si le iba al América, porque según él le iba a los Pumas. Y dijo que no, que a los Pumas. Y yo me reí porque Pablo siempre me hacía reír.

A final del segundo descanso, cuando el salón estaba aún completamente vacío, Emmanuel encontró otra nota:

Deja los mil volovanes en el nido de Francis. No estoy jugando, hazlo si quieres volver a ver a tu hijo.

Emmanuel se le acercó a Pablo antes de que empezara la clase y le enseñó su monedero y cómo solo traía quince pesos. Pablo lo paró en seco: Insisto, no sé por qué piensas que yo tengo a Francis, quítame tu sucio dinero de enfrente.

Emmanuel regresó a su lugar, dejó las monedas en el nido y salió al baño. Pablo fue, las recogió cuidando que nadie lo viera y salió del salón. Cuando Emmanuel regresó, se asomó abajo de su banca y en donde había dejado el dinero, ahora había otra nota:

Baja la escalera del fondo de tercero B, camina ocho pasos hacia tu derecha y mira el arbusto.

Emmanuel salió corriendo del salón. Todos aún en el pasillo antes de que empezara la siguiente clase, lo vimos cruzarse con Pablo y su gran sonrisa.

Emmanuel bajó a toda prisa las escaleras, buscó con la cabeza, con la mirada, con todo el cuerpo, hasta que dio con él: ¡Francis!, gritó antes de retirar a su hijo de un nido hecho con un suéter sobre el arbusto. Emmanuel tomó a Francis y se trajo también el suéter.

Entró al salón, besó a Francis y volvió a acostarlo en su verdadero nido. No te vuelvas a ir, le dijo. Luego se puso de pie y cruzó el salón hasta la banca de Pablo y le lanzó el suéter. Es tuyo, ¿no? Pablo se hizo el ofendido y negó con la cabeza, pero el suéter tenía su nombre y así se lo señaló Emmanuel. Ah, de veras, muchas gracias, ¿dónde estaba?, le contestó Pablo, sin romper personaje; sabía que si lo hacía, el juego terminaría. Y nadie quería que Francis se convirtiera en solo un huevo otra vez.

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Abril Castillo

miope e hipermétrope al mismo tiempo pero en ojos distintos