(29/52) Pequeño mundo ilustrado
Ya no tengo que esperar al del gas. Ahora, en esta casa, llega por las tuberías y a fin de mes un recibo. Pago menos que en mi otra casa aunque el primer recibo llegó bien caro porque la inquilina pasada no lo pagó. Llegué a un acuerdo con el portero.
Lo chistoso es que aunque pago menos, ahora nunca dejo el calentador prendido.
Allá lo dejaba todo el rato prendido y el ticher me regañaba que porque gastaba más gas. Pero podía bañarme en cualquier momento. Acá el gas es natural y dicen que huele menos. Aún así desde antes me ha obsesionado siempre ver si no dejé abierta alguna llave del gas de la estufa.
Luego me equivoco de hornilla y prendo la otra. Antes de salir de mi casa me voy y regreso para ver que no haya dejado prendido, abierto el gas. Y luego ya no sé si es un miedo o un deseo, o un miedo a un deseo reprimido o un acto fallido que algún día ocurrirá, sin querer queriendo, y mejor revisar siempre, obsesivamente, que por lo menos hoy nadie va a morir envenenado.
Me gusta el sonido del gas.
Pienso en los señores gritando y yo parándome de un brinco para rellenar mi tanque.
Ellos gritar gos, gus, no gritan gas, quizá porque la vocal se abre, se va para atrás, se hace gutural. Gritan gos.
Tal vez porque mi mamá gritaba parecido cuando era chiquita, me gritaba Obruuuuuul.
Me gusta también el siseo del gas en el calentador y cómo de pronto se cierra, hace clic, cuando el agua ya está lista, y ese sonido me recuerda a cuando mi mamá entraba por la puerta de noche en el departamento de Copilco. Tronaba parecido la puerta, el seguro liberado por su llave, mi miedo liberado por su presencia, y por fin podía irme a dormir.
[texto escrito el 3 de julio de 2019 durante el taller Hasta la entraña a partir del libro Pequeño mundo ilustrado de María Negroni, con la palabra clave: gas]