(30/52) Huevo duro

Abril Castillo
9 min read4 days ago

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Se me reventó uno de los dos huevos que puse a hervir. A veces cuando le pregunto a Santiago algo, me da respuestas parabólicas. Hoy le dije, por ejemplo, que si quería un huevo duro, y su respuesta fue: Voy a la bici. Si usted cree que eso quiere decir que sí, pase a la página 14, si cree que quiere decir que no, siga leyendo.

Ayer Diego me dijo que para hacer el huevo duro perfecto, es decir, aquel con la clara bien hecha pero la yema aguadita (coincido con él en su concepto de perfección), hay que sacar un huevo directamente del refri. Ponerlo en agua ya hirviendo. Cronometrar 7 minutos. Sacarlo. Pasarlo por agua con hielo. Pelar, partir, servir. Disfrutar.

Hace tiempo que guardo los huevos en una red en forma de gallina que compré en Casa Ideas y que me recordaba a una que tenía mi abuela en su casa del Otate. Puede ser un recuerdo inventado. Una maestra nos dijo que los huevos siempre se guardan en el refri. Otra maestra nos dijo que los huevos nunca se guardan en el refri.

Hace mucho no tomaba tafil, pero lo tomé anoche porque quería dormir toda la noche de corrido. Había estado durmiendo intermitentemente desde hace dos semanas. Los últimos días había logrado dormir toda la noche pero despertaba, iba al baño, y regresaba a dormir otras dos horas, porque aún sentía mucho sueño. Ayer Idalia me dijo que llevaba un par de días sin tomar y que luego luego notó que dormía mejor. Yo bebo al menos una copa de vino diaria.

Una vez tuve una crisis y salí a caminar. Llamé a mi psicoanalista y no me respondió, así que seguí caminando. Entré a un centro comercial y compré una manualidad de punch needle que nunca terminé. Cuando la volví a ver estaba molesta conmigo porque, cuando al fin apareció, ya no le quise contestar. No recuerdo exactamente el detonador de mi crisis, pero seguramente tuvo que ver con mi mamá. Cuando mi psicoanalista no me contestó, pensé que tenía que ser autosuficiente y sacarme yo misma de la crisis, hablando conmigo, ordenando a solas lo que sentía. Se lo conté en la siguiente sesión y me dijo: miré el tiempo y no pasaron más de diez minutos desde que me llamaste y te devolví la llamada. Lo sabía, pero hay crisis que hacen que el mundo ya no corra al mismo ritmo que los demás, como estar en el espacio y ahí donde transcurre un día para los habitantes de la Tierra, para una, la astronauta, han pasado siete años.

Semanas más tarde, le conté que había abandonado el punch needle, pero que la botella de vino que compré era un hallazgo y que quizá podía sustituir al fin el Protos que tan malo había salido las últimas veces, y que tan caro es. No me habías dicho que esa vez te compraste también un vino. Me sentí regañada. Hoy, mientras ordenaba mi cuarto, en esta empresa interminable de casi cuatro años que ha sido intentar ordernar este cuarto, me encontré la cajita con el punch needle y recordé esa conversación. En mi mente le contesté: Perdón, mamá, por no contártelo todo. Pensé en cómo nos guardamos cosas como un modo de rebelión. Me recordé en la secundaria, y sobre todo en la prepa, pintándole huevos al mundo.

El domingo, de regreso de la bici, pasaba con Santiago por una pizzería que él había visto y a la que quería ir con su hermana, pero a la mera hora ella no pudo. Ninguno de los dos había ido, pero era una casa de esas antiguas de la Narvarte, yo no la ubicaba. Así que de regreso de la bici, fuimos a verla y pedimos una pizza para llevar, para catarla y luego llevar a Gaby, mi cuñada. Me esperé afuera con las bicis, mientras Santiago entraba a pagar. Cuando salió me dijo que adentro había miles de coches, casi todos Volks Wagen, de verdad y carritos de juguete. Entré a ver, saqué mi celular y saqué muchas fotos que mandé al chat de mi familia, porque a mis tres sobrinos les encantan los coches. El que vive en San Francisco, de cuatro años, le pidió ver varias veces las fotos a su mamá y me grabó un video pidiéndome que lo lleve a comer pizza. El más chiquito, de dos años no dijo nada, pero su mamá (mi prima), me dijo que esos son sus coches favoritos también, y resultó que tenemos el mismo carrito Beatle de juguete, ella amarillo y yo verde. El mayor, de once años, no respondió nada. Pero al día siguiente había un mensaje suyo borrado, seguido de otro que decía: Me equivoqué jajaja. Su abuela le dijo que qué hacía despierto tan tarde (pasaban de las 11pm) y ya nadie dijo nada. Luego mandé el sticker del Iker el niño millonario, que hace el gesto de haber hecho una grosería. Luego mi papá dijo que seguro tenía que ver con la adolescencia, y sentí repulsión. Pensé en todo lo que quiere decir, en efecto, la adolescencia, pero supe a qué se refería mi papá. Porque es mi papá y todo lo relaciona con sexo. Pero también porque vi en ese comentario la invasión total que hacía a mi sobrino, que obviamente permaneció en silencio y que seguramente no volverá a participar en el chat. Pensé que la adolescencia, y quise decirlo, es también ese espacio donde a las 11 de la noche hablas con otros que no son aquellos que te vigilan. Por qué te dicen a esa edad que eres un rebelde, porque ya no les haces caso; porque a esa edad al fin entiendes que las reglas son las que tú vas poniendo también sobre la marcha, las cosas que a ti te funcionan aunque los adultos mientan y digan que ellos solo siguen las reglas que deben ser. Los adultos son mejores mentirosos que los niños. Pero mi sobrino al menos ya sabe cómo borrar un mensaje de whatsapp y cómo la única manera de no engancharse, es guardar silencio.

Ir a la bici quiere decir que sí o que no, le pregunté a Santiago intentando no perder la calma. Él no había hecho nada para irritarme, había sido mi mamá, quien a las 7 de la mañana me escribió para decirme que ya íbamos a arrancar lo de los quiches, pero yo apenas el jueves fui a verla, a buscarla en calidad de mamá, a llorar y contarle que me sentía rebasada por un trabajo que me estaba comiendo viva, que mi jefa me estaba comiendo viva y que quería renunciar pero no sabía cómo hacer que la jefa me escuchara. Le conté que a la hija de la jefa, una niña pequeña, la habían internado enferma de los pulmones en el hospital. Y que ahí fue donde ya me dio una especie de brote psicótico. No entendía cómo seguía mandandome whatsapps descontrolados ya de noche, si su hija estaba internada. Que eso me hizo perderlo todo, que me tuve que encerrar en mi cuarto, no en mi estudio, en mi cuarto donde está mi ropa, mi tele, mi cama, y con la luz apagada acostarme y respirar para volver a mi cuerpo. Que Santiago entró y me dijo si estaba bien y ahí me solté llorando, igual en la oscuridad y le dije que ya no podía más. Renuncié por whatsapp pero no tuve suerte. Sentí culpa porque mi jefa la estaba pasando mal, yo no, mi hija no estaba en el hospital. Recordé a una jefa de antes, que decía que su hijo se ponía grosero, pero era solo porque ya era muy tarde y aún no le daba de comer, embebida en el trabajo; y yo también quizá luego me ponía grosera, pero era porque ya era tarde y no siempre quería comer con ella, quería ir a mi casa, quería hacer mis cosas. Mi mamá me dijo, cuando le pregunté este jueves si alguna vez había renunciado, que sí. Que simplemente dejaba de contestar y no volvía por sus cosas. Me sorprendió y no. Yo no soy así, le dije, yo necesito cerrar las cosas, dar la cara. Pero hay veces que dando la cara nadie te escucha.

Conseguí ganar un día para que mi jefa de estos meses me dejara pensar si podía o no seguir. Me tiré el tarot desesperada y me salió lo que simbolizaría justamente la imagen de una madre que es sabia, pero que no la escuchan. Y había dos caminos posibles: el de doblar las manos y seguir a pesar del deseo propio, para que el otro sea feliz; el de irte bajo tus propios términos aunque en cierta medida pierdas al otro. El resultado de ambas decisiones traería como resultado un cambio para siempre de la manera de ser en el mundo. Eso me gustó. Pensé: es cierto, esto ya me ha pasado demasiadas veces como para pensar que es por culpa de los otros. Soy yo la que tiene que actuar diferente esta vez y para las que siguen.

Mi jefa no me esperó a que le contestara nada, a pesar de que en la noche de insomnio había llegado a la conclusión de que no podía renunciar. Redacté antes de meterme a bañar varias veces el mismo mensaje, haciéndolo más detallado, luego más breve, quitando cosas personales, añadiendo algo empático, preguntándole cómo seguía su hija, luego borrándolo para decírselo una vez que ella me respondiera, como si fuera simplemente parte de la conversación. Me mandé a mí misma esos mensajes y pensé que se los enviaría hasta después del quiropráctico, al que me dirigía. Pero antes de entrar, recibí su mensaje, decía: Ya entendí el mensaje, qué desafortunado todo. Me alegré de que al fin hubiera leído con detenimiento mis mensajes anteriores, donde le repetía una y otra vez que no me era posible seguir. En los siguientes cambié el poder por un “ya no quiero seguir”. En los últimos de plano decía: ya no voy a seguir. Pero después, al releer su mensaje donde al fin aceptaba mi renuncia, me di cuenta que se refería a mi silencio del día anterior, a no haberle respondido nada después de que le dije que me diera un dia para pensar, que ella dijo que sí, y que al final me mando un mensaje largo (otra vez por whatsapp) con todas sus condiciones en caso de que siguiéramos. A ese ya no dije nada, porque para mí, mi día de pensar había empezado a correr en cuanto se lo pedí. Daba igual todo eso, porque al fin estaba liberada. Me canté de regreso a mi casa las canciones de Aladin y pensé mucho en ese genio en la botella y en el capitalismo.

El domingo le escribí a mi mamá para contarle, pero no me respondió. Hoy me escribió temprano, porque anoche al vovler de la escuela, mientras posteaba cosas en instagram, me encontré unas fotos viejas de unos quiches y se me ocurrió poner que próximamente los haríamos. Con mi mamá acordamos que este año experimentaríamos, sacaríamos costos, y que los lanzaríamos el otro año. Que ya veríamos, porque en realidad ese jueves le dije que de momento mis prioridades eran mi casa y mi escuela, que me estaba costando mucho lidiar con lo demás. Pero hoy a las 7am me escribió para reactivar todo, como si nada de lo que yo dije antes existiera.

Pensé que quizá lo que más me detonó la crisis con la jefa de la semana pasada fue la imagen de su hija en el hospital. Que no empaticé con ella como madre, porque no soy madre, sino en la hija como hija. Que así como la jefa no me escuchaba por más que le decía con todas las letras que no me escribiera a deshoras y que no podía ya trabajar, ella solo seguía atendiendo a lo que ella necesitaba, a lo que ella quería.

Le dije lo que pude a mi mamá y luego me metí a bañar, para quitarme con el agua ese enojo grande que sentía, luego de una noche en la que tan bien había dormido. En mi sueño, había un viaje largo y estábamos Idalia y yo en un elevador antiguo, de metal. Ella me llevaba arriba y en lo que solo podría haber sido una minizotea, se revelaba un campo grande, lleno de pasto y huertos y mesas familiares, perros corriendo y gente comiendo. Esa es mi cabeza, eso es lo que Idalia le hace a mi cabeza, pensé al despertar. Desperté feliz. Luego pasó lo de mi mamá y fui a la cocina a preparar los huevos, antes de preguntarle a Santiago. Y pensé en Alicia, en cómo se hace chiquita y cómo estos meses o diría años me he sentido así de pequeña, diminuta. Cómo me sentía así en la secundaria y no podía hablar. Cómo la carrera me ha devuelto en muchos sentidos a la secundaria y cómo ahí también me siento huraña y que el ratón me comió la lengua. Pensé en lo que decía el tarot y cómo quizá era hora de crecer, de hablar si miedo. Pero antes de eso, cómo la rabia te hace grande, enorme, un gigante inflado de nada, como ese viento caliente te saca de donde estabas y te coloca en otro lugar. Y ahí en ese nuevo lugar que sigue siendo tu cuerpo, serás capaz al fin de recuperar tu tamaño.

Voy a la bici, pero sí quiero un huevo, me lo como cuando regrese, era lo que quería decir Santiago con su parábola.

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Abril Castillo

miope e hipermétrope al mismo tiempo pero en ojos distintos