(30/52) Tijuana

Abril Castillo
4 min readJul 30, 2022

--

Me encontré a mi tío Beto casi abajo de mi casa. Venía regresando yo del banco, de pagar por segunda vez dieciocho pesos para compensar el cambio del costo del ISBN; la primera compensación la hice mal, pero no fue mi error sino de quien me dio la contraseña equivocada cuando fui en persona a ver por qué no lo liberaban: pagué la igualación de un código de barras en vez de un ISBN.

Venía en la banqueta de enfrente de mi casa, sobre Pitágoras, y vi pasar a un hombre que me recordó a mi papá, pero con el pelo más blanco y un poco más corpulento. Así como me he acostumbrado a reconocer el color de una tela con los dedos en la oscuridad, mi visión borrosa me ha hecho leer más los gestos de alguien que sus facciones. ¡Beto!, le grité y vi que no me oía. ¡¡Beto!! ¡¡¡Beto!!!, hasta que volteó. Traía un cubrebocas KN95 que solo le dejaba los ojos al descubierto; yo no traía ninguno, pero conforme me acerqué a él me lo puse. Nos abrazamos en medio de la calle y luego fui hacia su lado de la banqueta.

—Yo vivo allá —le señalé—, pero me crucé porque voy por unos chilaquiles. —Yo voy al trecientos y cacho —me dijo—, pero pensé que era mucho antes y ahora al parecer tengo que recorrer la calle entera.

Miramos hacia allá, a lo que quedaba de calle. Para él era como un hoyo negro, un territorio desconocido. Yo sabía que a Pitágoras no le quedaban ya más de tres cuadras.

—¿Cómo están todos, de salud y de vida? ¿Cómo están todos?
Y yo:
—Bien, todos estamos bien. ¿Y ustedes? —le dije.
—Yo casi me muero el año pasado, en enero, de covid. Estuve intubado unos días, no sabían si la libraba.

Me solté llorando y como en esas películas cómicas donde alguien vomita y los otros no pueden contenerse, Beto inesperadamente escupió su llanto.

—Te enfermaste al poco de que se murió mi tita.
—Sí, ¿verdad?, mi mamá se murió en diciembre y un mes después casi me muero yo. Tu mamá se murió mucho antes, ¿no? —me dijo, seguro.
Y yo:
—Mi mamá está viva, sigue viva; aunque el año pasado, en septiembre, también casi se muere.
—Pero no, tu mamá se murió mucho antes que la mía.
Y yo:
—Estás hablando de mi abuela, la mamá de mi mamá —sus ojos todos incrédulos—. Mi abuela se murió en 2012, hace diez años ya; sí, antes que mi tita se murió.
Asintió.

Caminamos hacia mi esquina y le señalé mi casa. Él no sale ya, quiere cuidarse. Yo supongo que salgo más desde que volví, o es que antes no salía para nada más que a ver a mi mamá. No veía a nadie más que a ella. Ahora no la he visto, más que una vez. Sigue viva.

Hoy soñé que iba a Tijuana. Me habían invitado a Ensenada pero yo llegaba poco antes a Tijuana. Iba a comer a un restaurante donde había brochetas de pollo empanizadas en Panko crujiente, como aplastadas y enormes. Mucha gente comiéndolas, sobre todo señoras ya grandes, felices. Tenía hambre pero era más mi prisa por ver la frontera. Llegaba al mar y lo sentía helado. Quería asomarme por las vallas, esos como barrotes de cárcel que dividen a la playa en dos, como si el agua no fuera la misma en toda la costa.

Me saqué una selfie con mi tío y nos fuimos cada quien a su lado. No sé por qué la compartí con el chat de la familia, donde él no está. Mi mamá me hizo muchas preguntas que no pude contestar, como: de dónde venía, a dónde iba, si llegó en metro, qué raro. Tampoco pude decirles lo que quería decirles: que Beto casi se moría hace un año, pero que ya estaba bien. Que me había dicho en un extraño lapsus que mi mamá estaba muerta desde antes, confundiéndola con mi abuela; así como si en un instante yo fuera la única hermana o prima o pariente que le quedaba. Somos iguales porque ambos perdimos a nuestras madres, quizá pensó. Pero yo no, la mía sigue ahí. Y nosotros también, aquí en la calle vivos. Ya no se habla con sus hermanos, pero yo cada cumpleaños lo felicito. Él es del 13 y yo de 18 de junio, los dos somos géminis, él me lleva treinta años exactos. Su hija nació también en junio, pero ella es cáncer.

Me desperté recordando la frontera que hace seis años no pude cruzar, la vez que de viaje con el ticher a Baja California olvidé mi pasaporte y mi visa. Fue Sofía la que me hizo ver que había fronteras que quizá no estaba dispuesta a cruzar aún. Y en mi sueño tampoco: veía el otro lado a través de los barrotes, hacía frío y la playa estaba totalmente desierta.

Me levanté hecha mierda. De malas y sin ganas de bañarme. Me vestí y salí directo al banco, fui por mi mochila amarilla que había dejado hace dos semanas en la tintorería y que se perdió pero luego apareció. Sentí que algo mejoraba. Ahí fue que me encontré a Beto y por un momento sentí que veía en sus ojos vivos a todos los muertos de la familia. El resto del día se me quedó en el cuerpo la sensación de la casa empedrada de Cerro de la Miel, el olor a frijoles recién hechos que mi tita se comía de desayuno y muchas veces de postre en todas las casas de su vida donde nos invitaba a comer también.

--

--