(31/52) Tenormin 50 (I)

Abril Castillo
10 min readAug 6, 2022

Me gusta mucho tomar alcohol pero ya no cualquier alcohol. Desde hace algunos años procuro solo tomar vino tinto. En mi tránsito por el alcoholismo empecé por la cerveza a los doce o trece años, en las primeras fiestas que hubo cuando entré a secundaria. Cerveza, tequila, vodka. El olor del vino tinto en las comidas familiares me daba mucho asco, no entendía cómo a mi familia le podía gustar. Nosotros tomábamos ron con coca cola, Sprite con ginebra, Caribe cooler, Malibú, piñas coladas, Alfonso XIII, tequila por la nariz, aguas locas, pulque. Empecé a fumar también a los doce.

Desde hace un par de años empecé a editar un libro de César Tejeda sobre escritura autobiográfica. A punto de cerrar la edición, luego de leer cada ensayo decenas de veces, leí todo el libro de corrido. Tuve una sensación de desencanche por primera vez en todo este tiempo.

Desencanche: ese término acuñado por un lapsus bellísimo de la rat Idalia que me hizo dimensionar de dos formas la manera en que podemos relacionarnos unos con otros. En los últimos días —diría que desde que regresé a México, pero creo que ocurrió mucho antes, nació quizá en el momento en que decidí irme de México— me he enfrentado a una batalla para la que no sabía si estaba preparada. Todo mi cuerpo está en tensión día y noche. Duermo poco y pienso todo el tiempo más de la cuenta, y eso que siempre estoy sobre pensando todo. Me despierto a las 2, a las 3 y a las 4 de la mañana, luego otra vez a las 5, 6. Me quedo ya despierta la última vez, me cuesta levantarme. El vino ayuda tanto a dormir, pero causa también insomnios repentinos. Con Poi desde el instante uno que nos vimos comenzamos a hablar de esas relaciones que nos superan o nos aplastan, que todo lo abarcan, hasta los sueños y las pesadillas, pero sobre todo el insomnio. Puedo estar soñando cualquier otra cosa y al abrir los ojos ahí están esos fantasmas. Pienso si yo tuve la culpa, si todo podría haber sido distinto, si estoy o no bien de haberme alejado de X o Y persona, de si todos en el fondo tenemos que ser amigos, tan amigos, incluidos colegas, gente random que pasa por la vida, si tengo que decir que sí a toda invitación, proyecto, trabajo, salida. Si no quiero helado, ¿tengo que tomármelo? Mi tita decía tomar helado en vez de comerlo.

“Tal vez estás siendo muy dura contigo por cosas que necesitabas cambiar y eso te hace dudar de si es lo correcto. Pero en la misma bandeja, pon las cosas buenas”, me dijo Poi. Y hoy mientras desayunaba en la calle con el ticher, en unas mesas puestas en pleno arroyo vial, pensaba como ya casi no tengo miedo. Ahora lo he cambiado por la culpa quizá, y puede ser que la culpa sea solo la colita de la sensación, su estela, ese último paso para decir: Esto es lo que quiero y no voy a pedir perdón, si no estoy dañando a nadie, chingada madre. Eso y seguir diciendo que no cuando no quiero cualquier helado, si solo quería uno de mango con maracuyá y no hay, no me voy a tragar uno de pistache solo por convivir.

“Quizá la distancia te dio una perspectiva que antes no tenías”, me dice Poi. Hoy en el desayuno terminé discutiendo con el ticher, él muy enojado, porque no entendía la arquitectura de su casa y la diferencia con la casa de su vecino. “Para mí son iguales”, le dije riendo, hasta que vi que estaba muy enojado de tanta frustración por que no le entendía a sus dibujos de planos; le pedí que los hiciera tridimensionales y me seguían pareciendo casas prácticamente idénticas, en forma de L. “¡Cómo van a ser idénticas, no me estás entendiendo nada!”, me soltó molesto. Y yo me corrí en la silla, en L también, para ver hacia allá y que el ticher no me viera llorar. No sé cómo conseguí solo lagrimear del ojo derecho, el que él no veía, y luego regresé a mi sitio y le dije que tenía muchas peleas con mi papá de niña porque no entendía las perspectivas, y ahí metí como cajón de sastre todas las veces que recordé en que mi papá me pendejeaba por no saber matemáticas, aka: ser pendeja. Llegaron mis chilaquiles pero no su huevo, y aun así, para concentrarme en algo, comencé a devorarlos, comesola, y a medio plato me fui calmando, justo cuando llegó su huevo. Aunque se lo trajeron mal, se lo comió, no dijo nada, terminó enchilado cuando él quería una salsa sin picante. ¿Será que a veces se desquita conmigo porque sí logra verbalizar su frustración y no contra quienes le trajeron mal el platillo porque no los conoce?

Con la panza llena, le conté al ticher que nunca he entendido las perspectivas, por eso dibujo tan mal o tan chueco. Mi cerebro no concibe el volumen en un dibujo, necesito ver las cosas tridimensionalmente: “Vas a tener que hacer unos modelos a escala de tu casa y la de tu vecino, solo así voy a entenderte”, le dije. Hicimos las paces.

En Panamá, durante el taller de “Hasta la entraña”, la rata y yo nos íbamos turnando para dejar ejercicios de escritura, y escrituras expandidas, ahora que lo pienso. Una clase, Idalia nos leyó fragmentos del Tratado de pintura de Da Vinci y luego nos dictó un ejercicio que consistía en describir nuestras casas, paso uno, y luego hacer un croquis de ese espacio, paso dos. Se levantó y empezó a trazar como si su mente proyectara de manera completamente fiel el espacio en el que estábamos, ese bello departamento de Allende. Luego dibujó el de pisos más arriba, donde ella había vivido algunos años y que, aunque tenía el mismo perímetro que Panamá, no coincidía exactamente en los espacios, pues habían tirado y variado los muros, los cuartos. Pasé mucho más tiempo del que debería intentando replicar el croquis de mi departamento en Vértiz, y siempre quedaba un hueco, un espacio que no conectaba con nada, o me faltaban cuartos, o nada medía lo que debería medir. Frustrada, le dije a la rata que cómo le hacía, y me trazó encima como era mi casa.

Hay cerebros para distintas cosas, le dije al ticher, contándole esta anécdota. Yo no sé pensar espacialmente, no entiendo de perspectivas. Me cuesta imaginar un espacio que tenga que medir exactamente lo que mide la realidad. Soy mejor con las palabras que con los números, y que con el dibujo. O quizá ese problema sea lo que me tiene obsesionada con querer entender: entender la casa del ticher, las diferencias con la de su vecino de la infancia, y la clave para reconstruir mi propia casa.

En Fallar otra vez, Alan Pauls habla de cómo perseguir un síntoma es mejor a curarlo cuando se trata de escritura y arte. Encontrar cuál es nuestro problema, no para resolverlo, sino para ir obsesivamente una y otra vez tras él. Escribimos el mismo libro el resto de nuestra vida en distintas versiones. Reconstruimos la casa de la infancia y tratamos de que otros entiendan ese retrato hablado del paraíso perdido. No hay nada más frustrante que el cielo se pierda entre palabras que el otro no entiende, en un intento fallido de imprimir volumen con unas cuantas diagonales, gritar amor y que nadie escuche nuestro canto. Entiendo al ticher.

Ante la frustración y el enojo, cuando siento que el amor se vuelve tóxico o cuando un dibujo no me sale, he recibido el consejo de no engancharme. Con mi padre me enganchaba el dinero, hasta que un día le devolví las llaves de un coche que me dio cuando salí de la universidad: No quiero relacionarme contigo así, quitemos esto de en medio. Desde entonces quizá nos veamos menos, pero ya no peleamos. Con mi mamá hay una tendencia a relacionarme desde la enfermedad y los cuidados, desde un lugar donde no exista nadie más que nosotras; y la pandemia agudizó esto con creces: yo no existía para nadie tanto como para ella, dejé de ver a todos mis amigos, salir a la calle. El miedo constante de que ella se enfermara y muriera, me tenía sometida a llamarla todos los días más de una hora. Y cuando me fui a Barcelona, por videollamada. Hasta que un día me agoté. La nueva persona que era allá estaba cansada de dormirse a las dos de la mañana, luego de una jornada de trabajo que arrancaba a las 9, y clases del master de 18 a 21h. Me di cuenta que hablaba con ella porque me daba miedo que se muriera, y que cada que hablaba con ella, ese miedo crecía más y más.

¿Qué tanto con muchas amigas y gente conocida me relacionaba igual? ¿Qué tanto no quería ya hablar con muchas porque quedaba enganchada desde un lugar que no me gustaba?

Los siguientes meses, tuve episodios de presiones muy altas: 145–104, 137–100, 133–93. Y el pulso por arriba de los 100. Se me fue quitando con el ejercicio, o por lo menos, dejé de sentir que de noche me sofocaba o que tenía palpitaciones, una taquicardia que nada calmaba. Empecé a correr y así sentía que mi cuerpo alcanzaba a mi corazón. Luego lo cambié por elíptica y sentí que yo toda junta me empezaba a calmar de verdad; las palpitaciones cedieron por un tiempo, hasta que volví.

En uno de sus ensayos, César Tejeda habla de las razones por las que los alcohólicos se enganchan con la bebida: “los instintos se dividen en tres grupos: los materiales, que posibilitan la subsistencia del individuo; los sexuales, que facultan la existencia de la especie; y los sociales, que permiten la existencia de la sociedad. El problema del alcohólico habría surgido — siempre según el Cuarto Paso — cuando se vio tiranizado por su deseo de obtener cierta seguridad material, por su deseo de tener relaciones sexuales o por su afán de prestigio” (“El cuarto paso”, en La compulsión autobiográfica, Alacraña-UANL, próximamente). Existe también otro tipo de adicción muy ligada a la dipsomanía, y es la codependencia: cuando te vuelves adicto a una persona.

Ahora llamo a mi mamá aproximadamente una vez por semana, sin planear qué día ni a qué hora. La llamo cuando siento que ha pasado tiempo y no he sabido de ella, la llamo para saber cómo está. Pero desde que estando yo en Barcelona, un día de madrugada, ella me dijo que me veía super cansada, que qué carita, y yo le dije que qué esperaba, que obviamente estaba agotada, que solo quería dormir, y que ya no la llamaría diario, desde entonces las pláticas que tenemos ya no son tan profundas como antes. No sé si esto es bueno o malo, o no tendría por qué calificarse. Digamos que la relación cambió desde entonces. Antes todas nuestras pláticas iban a la médula, tocaban puntos extremadamente sensibles de nuestra historia, nuestras relaciones, la vida y la muerte. Además del cansancio de mi día, esas llamadas muchas veces eran reparadoras, pero también me dejaban exhausta emocionalmente. Idalia usa una frase para decir que un encuentro con alguien fue muy superficial: “No pasamos de la leche del capuchino”. Extendiéndola, las pláticas con mi madre eran siempre el asiento que queda al fondo del café: un condensado de amargura y sabor, tierra que pinta la lengua y se queda tallada en los dientes. A veces era too much para mí, otras era lo que me ayudaba a dormir. Como medir bien o que se te pase la dosis de alcohol como cura para el insomnio. Me había vuelto adicta a mi mamá. A los casi 38 años. Qué oso.

Esta semana que la llamé, miércoles o jueves, me dijo, como si hubiera yo entrado a nuestra llamada in media res, que creía que tenía covid, que llevaba unos días con dolor de garganta, sintiéndose muy débil, sin poder levantarse de la cama, que no había visto a nadie, más que a A, B, C, D. Que siempre con cubrebocas, excepto a C y D. Que igual con sana distancia, menos con C. Pero sin tocarse, excepto que se saludaron de beso y abrazo. Pero que C no tenía nada. Que qué tan mal se sentiría que le llamó a mi papá para pedirle ayuda y que la PCR salió negativa. Más de media hora y no sentía miedo, solo ganas de intervenir con comentarios que intentarían devolverla a una realidad que yo veía y que ella no, o más bien, para dar mi versión de los hechos y señalar sus contradicciones y quiebres en una historia inverosímil que no se sostiene. Hacerlo nos habría hecho discutir. En vez de eso me callé y la escuché. Extrañamente no entré en pánico. Llegado el final de su historia me dijo que yo como estaba, y le dije que bien. Le deseé que se cuidara y me dijo: Eso estoy haciendo. Se lo volví a desear como despedida, para ya colgar, y me volvió a contar o enumerar todas las maneras en que se estaba cuidando. Cuando tocamos el tema del alcohol, porque le sugerí no beber alcohol mientras estuviera con esos síntomas, me di cuenta de que arrastraba un poco las palabras, ella. Y que no había dejado de tomar. Entonces no dije más nada, me di cuenta que estaba a punto de engancharme. Y volví a decirle: “Cuídate mucho…” y antes de que me interrumpiera para volver a enumerar las maneras en que se cuidaban, encadené: “…ya me voy a cenar, buenas noches, te quiero mucho”.

Le conté al día siguiente a la rata cómo había logrado desengancharme de ese punto doloroso que nos ancla a mi mamá y a mí juntas de una manera que reconozco como poco sana. La rata en su respuesta tuvo un lapsus y me dijo: “Qué bueno que te desencanchaste”, y de ahí, en vez de rechazar el error, continuó: “Desencancharte para ver desde fuera esa relación y no entrar en una zona que no es tuya, sino de tu madre, estar desde fuera y quedarte bien y sin miedo”.

Al día siguiente, empecé a sentir que otra vez la presión se me elevaba.

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Abril Castillo

miope e hipermétrope al mismo tiempo pero en ojos distintos