(32/52) Tenormin 50 (II)
No me tomé muy bien eso de las palpitaciones nocturnas cuando empezaron. Le mandaba mensajes a mi endocrinólogo y le preguntaba si era normal. Como no me respondía, le escribí también mails a mi gastroenterólogo y me dijo que intentara hacer ejercicios que no me subieran tanto el pulso. Intenté nadar, pero sentía que me ahogaba.
Se lo conté a Mariana, mi roomate, la única vez que nos encontramos en el gimnasio, y eso que ambas íbamos al mismo y las dos a nadar; nuestros horarios nunca coincidían. Pero ese día que intenté volver a nadar, luego de haber estado unas semanas corriendo, le dije que nadar no era para mí en ese momento, que sentía que me iba a ahogar, no podía sacarme esa idea de la cabeza. Escuchar mi corazón con ese efecto de amplificador que da el agua, me llevaba flotando a la estratósfera, como cuando tienes un ataque de pánico, o como cuando no estás preparada para el diván.
Fui al CAP (Centro de Atención Primaria) que es el hospital público de Barcelona. Me midieron la presión y en efecto estaba tan alta, que la doctora me mandó directo a hacerme un electrocardiograma y análisis de sangre y orina, etcétera. El electro salió bien, y luego de los análisis, solo me mandó a tomar una cápsula de hierro diaria, que tomé unos días y luego fui dejando en el olvido.
Un enfermero comenzó a llamarme cada semana para preguntarme cómo seguía de la presión, y me recomendó ir una vez a la semana a una farmacia a medírmela.
Ya no sabía si eran los nervios o qué, pero siempre me salía muy alta, así que dejé de medírmela, encomendándome a mis doctores mexicanos una vez que volviera.
Si no estaba mal del corazón y nadie sabía por qué tenía esas presiones; mi mamá me decía que era porque en la familia hay mucha gente hipertensa, que es hereditaria. Preferí ya no enterarme y solo intentar sentirme mejor con otros métodos. Aplicando el método Mark —de un amigo del master que así se apellida, según el cual no te puede dar Covid si nunca te haces una prueba para ver si tienes Covid, aunque tengas los síntomas— opté por tapar el sol con un dedo, asumir que era emocional y evadir el problema, intentar dejar de pensar en él como si no existiera.
Omití decir que en algún momento le conté a mi mamá sobre las presiones, y entonces todo el tiempo me decía que me comprara una máquina y que cómo seguía y que le mandara las pruebas y que ella le preguntaba a su cardiólogo. Preferí dejar de contarle, porque cada que hablábamos de eso me sentía menos yo, menos capaz, y me angustiaba más y más.
El doctor Nahum, mi gastroenterólogo de cabecera, me dijo que mejor no corriera. Así que empecé a hacer elíptica y a escuchar podcasts, mientras disfrutaba de una vista a la montaña. Iba cuando podía de día, temprano en la mañana o a mediodía, luego de las juntas matutinas de trabajo, o a veces de noche. Y los fines de semana. Aprovechaba el paseo para mandarle podcasts a la rata, y a la salida, ir al súper, una de mis actividades favoritas durante todo el viaje; me encantaba comprar hongos con forma de flor, quesos a granel y burrata, jamones y en las últimas semanas, mucho fuet. Me volví aficionada a escuchar el podcast de las ratas españolas en Spotify (así le pusimos la rat y yo a “Deforme semanal”, donde Isa Calderón y Lucía Lijtmaer hablan de temas tan variados como los celos, las mentiras, las brujas o la seducción, en un tono tan cercano que una se siente de inmediato su amiga). “Es como Canal de Panamá, pero con unas españolas”, me dijo la rat el día que me lo recomendó, porque justo en un episodio hablaban de Sigrid Nunez y su libro El amigo, que le di a la rat en su cumpleaños número 38.
La suma de todo eso me fue quitando el insomnio, el miedo y las palpitaciones, que a la fecha no han vuelto. Pero desde que regresé de España, no he hecho ejercicio como lo hacía allá, por más que viva en un tercer piso sin elevador, que salga ya diario a la calle y que los domingos vaya con el ticher a andar en bici.
De las primeras cosas que hice al volver, fue hacerme análisis de todo, preparada ya para mi siguiente visita al endoncrinólogo.
De camino ayer a verlo —viernes, 18:30h— pasé antes a buscar un gimnasio, el más cercano que encontré, donde hubiera alberca, elíptica y bandas para correr. Dos mil pesos al mes versus cincuenta euros que costaba el de mi barrio allá en Horta. ¿Vale la pena pagarlos y retomar esa dinámica? ¿Hacia dónde tendrá vista ese lugar? Seguro solo veré un muro como el buen Bartleby.
Le conté todo a mi endocrinólogo y me dijo, viendo mis estudios nuevos, que me subiría un poco la dosis de la tiroides. Que no estaba tan mal del colesterol porque el bueno y el malo se nivelaban. Pero cuando me midió la presión, me dijo: “Qué raro en alguien tan joven como tú”. 140/92 y mi pulso rondando los 96. Finalmente me creyó. “¿No te dieron en el CAP nada para bajarte la presión?”, y yo: “No, no me recetaron nada”.
—¿Duermes bien?
—Define bien.
—¿Duermes toda la noche?
—No, nunca.
—¿Por qué te despiertas?
—Para hacer pipí, por angustia del trabajo, de amigos, de mi familia y relaciones ya no me puedo volver a dormir.
—¿Cuánto tiempo llevas con insomnio?
—Nunca duermo la noche corrida.
—¿Roncas?
—Sí.
—¿Dejas de respirar en momentos?
—No sé.
—¿No te ha dicho tu marido si lo haces?
—No.
—¿Tomas algo para dormir?
—Vino. ¿Eso me estará subiendo la presión?
—El alcohol lo sube, pero el vino no, no a tu edad.
Me ajustó la dosis del Eutirox y me mandó Tenormin de 50g durante un par de meses.
—Eso más el ejercicio, cuando lo retomes, te tiene que ayudar a bajarla. Igual en dos meses te la quito.
—¿Tiene contraindicaciones?
—¿Con otras medicinas?
—Con el vino.
—No, por eso te receté ésa: es una medicina apta para alcohólicos.
Ambos compartimos unas risas no grabadas. Yo solté la carcajada de lo bien que se siente nombrar todo lo que soy.
—Vas a estar bien, vas a estar mejor.
Y yo me solté llorando. Pedí perdón, el doctor sacó una caja de kleenex y me ofreció uno y me dijo de no disculparme.
—¿Por qué lloras?
—Estando allá me sentía muy libre, me costó mucho trabajo irme pero ya llegando y con el tiempo siento que logré cambiar muchas cosas y ahora que estoy acá me cuesta más trabajo seguir siendo esa persona. Como un hoyo negro que me jala a volver a relacionarme con todos como antes. Me siento como agarrada a un palito en medio de una tormenta, aferrada con todas mis fuerzas para no cambiar.
Recordé las palabras de Poi, cuando me dijo: “Tal vez no estás reconociendo lo bueno por ser tan dura con los cambios, trata de ver lo bueno también”.
No quiero solo pensar en cuidar a alguien ahora mismo. No quiero hacer cosas de más. No quiero volver a tener miedo ni a ser supersticiosa. No quiero dejar de reconocer lo que claramente quiero hacer de lo que no quiero, solo porque alguien me lo pide. No quiero sentir culpa cuando no haya hecho nada malo, solo porque dije que no. No quiero ser adicta a nadie ni al alcohol.
Luego de llorar, me callé y me di cuenta de que en esta consulta no había hablado tanto como antes, como todas las veces antes que había visitado a ese doctor. Esta vez permanecí en silencio. Antes desde que veía al doctor me dejaba llevar por mi verborrea. Seguro él me sentía que me encontraba, como yo a mi mamá, in media res de un delirio. Mi silencio controlado o mi no compulsión por hablar quizá es uno de esos buenos signos, como dice Poi.
—Llámame en dos meses para ver si te quito la medicina de la presión, y nos vemos aquí en seis para la revisión normal.
Emocionada, con una solución escrita en un papel membretado, volví manejando a casa. Y luego de tres años de un ritual que no había del todo notado que era una gran adicción, al salir del estacionamiento de ese hospital del sur de la ciudad e incorporarme a Periférico, no llamé a mi mamá ni me fui todo el camino platicando con ella. Me concentré en el camino y aunque eran casi las ocho de la noche, me tocó ver el atardecer entre nubes que estuvieron ahí desde que salí de mi casa, y al final en todo el día no llovió.