(38/52) Casa Octavia

Abril Castillo
8 min readNov 18, 2019

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En el fondo se escucha el microondas calentando un poco de café de ayer. El café peruano lo compramos el fin de semana en un supermercado que se llama Albertsons y es como un Superama con techos más altos y pasillos un poco más amplios y toda la comida bastante diferente. Alaíde se maravilló de que todos los Albertsons son exactamente iguales al milímetro. Hay entrando unas islas con perecederos que puedes comprar por peso, pero las dos veces que fui a ese súper ya estaban cerradas, porque pasaban de las 7pm. Hay otra isla gloriosa de quesos, donde encontré Babybel de cinco colores diferentes: gouda (naranjas), mozzarella (verdes), cheddar (cafés), light (azules) y normales (rojos). Queso muenster, que es como Chihuahua pero con marmoleado como de Cheddar, en palabras de Sylvia.

Ala se quedaría en Casa Octavia el fin de semana, en una pijamada planeada por meses. Esa noche, cuando fuimos al súper, le preguntó a Sylvia si sólo tenía de ese café que tiene esencia de canela. Compramos unas Ruffles gigantes que siguen aquí a mis espaldas (nunca nos atrevimos a abrirlas porque sabíamos que nunca dejaríamos de comerlas hasta que se terminaran). Compramos bagels porque no he podido comer otra cosa en todos estos días, y un queso crema que es como crema batida pero salada, que han vuelto glorioso cada uno de mis desayunos (e impedido que vaya al baño con normalidad, pero no me arrepiento de nada). Compramos dos botellas de un vino que se llama Menage a Trois, en un chiste que todavía no entendíamos del todo. Ala fue a buscar un café sin esencia más que de café, y cuando eligió uno peruano, Sylvia y yo nos reímos, porque El Paso y el salón de Ala está lleno de compañeros peruanos y ha sido una constante en sus pláticas. Como cuando me contó en un mensaje de voz hace unos meses había cenado mucho un día que su amigo El Pata le preparó, para ella sola, una especie de tortilla de papa, cuando ella no pudo comer la causa con pollo que habían preparado.

A Ala le gusta mucho el huevo, me cuenta. Dice que come unos seis huevos al día: tres al desayuno y tres en la comida. También come muchas fresas de una marca que también venden en el Superama, pero aquí saben más dulces. Ala me explica que no es necesario lavarlas acá. Toma una y con una mano la sostiene del tallo y la arranca entera con los dientes, fresas gigantes que va neutralizando al masticarlas, despedazarlas con sus muelas contra el paladar, hasta desaparecerlas. Toma otra y otra más. Mientras guardamos el súper, Ala me empieza a contar todas las maneras en que se come las fresas: en licuado, en batido (que no es igual esa palabra en Xalapa que en el DF), en smoothie, así crudas… Y yo me siento en esa escena de Forrest Gump cuando su amigo Bubba le cuenta todos los modos que hay de preparar los camarones. Al día siguiente Ala me contará todas las maneras de preparar huevos también: en tortilla de papa, o con crema de cacahuate encima, cuando todavía está caliente; en torta, en taco, revueltos con lo que se haya cocinado el día anterior.

La noche de nuestra pijamada, Sylvia prepara una tabla de quesos. Con algo de salami que sólo Syl y yo comeremos. Una mermelada de higo que sabe a gloria y es la perfecta combinación con el queso, cualquiera de todos los quesos que compramos. Ponemos en las tablas los Babybel, el muenster, dos de cabra: uno natural y otro con mermelada de blueberry; galletas que parecen Ritz pero son más alargadas que redondas, y unas que parecen habaneras pero son un hectágono. Saben parecido pero no saben igual. Nunca nada ha sabido igual.

Escuchamos música. Me siento en paz y en familia. Tendría que haber venido a Casa Octavia a principios de año, a finales del anterior, pero nunca pude. Iría a fin de año. Luego en verano. Se murió mi tío, seguí editando Tarantela, me mudé de casa, me mudé de estudio, entré a trabajar a Domestika, entré a la maestría en la UNAM. No pude venir a Casa Octavia. Pero a cada paso, Sylvia sabía de mi vida y yo de la suya. Comenzamos a mandarnos interminables mensajes de voz desde el día que nos conocimos. Yo sentía que ya te conocía por todo lo que Ala me ha contado de ti, nos dijimos casi al unísono. Tal vez eso es el verdadero menage a trois: un triángulo perfecto de familiaridad, de hermandad sin hipotenusa.

El primer día, conocí UTEP, la universidad de aquí; desde la ventana de Sylvia, vi la línea que separa El Paso de Ciudad Juárez de día. Por la noche, fuimos a una lectura de poesía, y esas palabras tan bellamente trenzadas entre español e inglés me hicieron comprender lo que había intuido el resto del día, cuando los alumnos de Sylvia entraban a pedirle asesoría mientras yo leía: aquí existe un solo idioma y es esa línea que se dibuja entre uno y otro. Una chica leyó un poema sobre su madre, donde en inglés describía el trayecto de cada día de Ciudad Juárez a UTEP, sus consideraciones sobre sentir que es un estereotipo hablar de su madre, contar que su madre no sabe que está escribiendo sobre ella, para transitar naturalmente al español cuando enunció las groserías que su mamá dice cuando ve la tele, y que a ella le prohibe decir; en español dijo también todos los platillos que desayunan, comen y cenan, lo que le manda de lunch.

Is corny to talk about my mother,

es cursi hacer un poema sobre mi mamá.

Su madre sentada en la audiencia en algún lugar al que los ojos de su hija iban durante toda su lectura, sus manos temblándole pero ella sin soltar el papel. Aquí se habla otro idioma pero no es ni el español ni el inglés, es la hipotenusa de ambos, es la reacción en presente de lo que se necesita decir. Y todos lo entendemos.

Más tarde, al final de la jornada, vimos la ciudad de noche desde un mirador donde nadie más estaba mirando la ciudad. Los del coche de junto nos ven estacionarnos y se quedan viendo al frente, como si esperaran que les entregaran su pedido del autoMac, hasta que nos vamos y ya no sabemos qué hacen o siguen haciendo.

La última noche, luego de dejar a Ala, Sylvia me llevó a ver una escultura de boomerangs de colores. En este momento es perfecto ir, porque se ve más lindo de noche, me dice Syl. Y es quizá porque es el único momento en que otros colores pueden existir: la noche convierte los marrones del día en azules oscuro, en morados, en violetas casi negros. La luz ilumina la escultura de la glorieta en medio de una carretera que tiene por límite un barranco hacia donde vemos brillante la ciudad vuelta puntos de luz blancos y amarillos. La escultura son líneas de color, como cuando tomas una foto movida. Una bola de líneas de luz movidas de todos los colores del arcoiris, enmarcada en un fondo oscuro que la deja brillar sola. Se ve más bonita de noche que de día, me recalca Sylvia.

Esta mañana, la cocina, el comedor y la sala de Casa Octavia, se extiende en una atmósfera perfecta. Hoy es mi último día aquí, mis últimas horas. La perfección de esta atmósfera se debe a que no hay muros que separen estos tres cuartos; el techo es tan alto y la luz entra perfecta, con esa fría calidez de los lugares donde el invierno existe, pero de día se nos olvida.

Una casa a medio hacer se ve por la ventana del comedor. La empezaron hace unas semanas, pero nadie ha regresado, me cuenta Sylvia, y agrega: Eso se debe a que alguien vende el terreno, pero alguien diferente hace las casas. Aquí las casas no son de paja, madera ni ladrillos. Su base es madera comprimida, tablones que luego recubren con fibras y resinas, los acabados tienen concreto, y la pintura es casi siempre en tonos marrones. Toda la ciudad de El Paso es de un sinfín de marrones, y al llegar aquí no pude sino pensar en los esquimales y sus miles palabras para nombrar el blanco, o en el idioma náhuatl y sus múltiples formas de nombrar el verde hasta para nombrar el azul.

El Paso es un universo marrón que toca descomponer en amarillos, rojos, turquesas, púrpuras.

El café peruano resultó hecho de granos cagados por monos, le dijo El Pata a Ala antier, por eso sabe tan fuerte. Nos reímos.

Antes de que acabe el fin de semana, ayer Sylvia nos llevo a un outlet cerca de su casa. Ala tomaba algunas cosas en cada tienda, pero al llegar a la caja las dejaba. Yo no tomaba tantas, pero casi al llegar a la caja, recordaba cosas que había visto y no podía olvidar y corría por ellas. Bajo el lema de «cuándo voy a regresar», terminé gastando de más; Ala bajo la lógica de «sólo estaría gastando por convivir», gastó de menos. Mis carritos de las tiendas en línea igual están llenos desde hace meses, me cuenta Ala. En cada tienda, Sylvia elegía desde el principio lo que sabía que quería y así la tarde se nos fue en un equilibrio perfecto.

Yo no sé qué es vivir fuera de México, pienso. Iba a venir con Ala a estudiar a UTEP pero al final me decidí por estudiar dibujo en la UNAM. Estar aquí me da una probadita de lo que pudo haber sido mi vida.

En principio, vinimos a este outlet por tenis. Entramos a Adidas y Ala encuentra varias sudaderas y no sabe cuál elegir. Yo no encuentro tenis de mi talla y me empiezo a desesperar. Encuentro unos pero no hay espejos en esta tienda. Sylvia nos espera a las dos sentadas, cuidando todas las bolsas. No hay de mi talla, le digo. Pues pídele tu talla al muchacho. Y con esta instrucción que me recoloca en la paz, voy a buscar al muchacho. En ese outlet todos hablan español. Todos hablan inglés. Todos hablan el idioma de la hipotenusa. En El Paso todos nos entendemos. Regreso con los tenis de mi talla y me siento apenada por hacer a Sylvia esperar, pero mientras me aproximo a ella, la veo leyendo su libro de Margerite Duras que se compró dos días atrás en una librería independiente; tiene la cabeza de lado y un gesto impasible. Cuando me ve llegar, me sonríe y me dice: ¿Sí tenían? Y cuando le pido que me tome una foto, porque no hay espejos, me siento como en familia. Se me ven bien, le digo; y luego agrego que la siento como mi familia y me dan ganas de llorar. Sylvia me dice: Te pusiste bien roja. Y yo la abrazo.

El Paso es quizá más que calor o color, calidez. Escribo sentada desde la frontera con la cocina, en una de las cabeceras de la mesa del comedor, que funge lo mismo para comer, que para leer el tarot, que para escribir acompañada. Me tomo el café de ayer que preparó Ala. Ala está hoy hablando de un libro sobre el color blanco escrito por una coreana; un libro híbrido y perfecto que siento que conozco por todo lo que Sylvia y Ala me contaron sobre él. Quiero leerlo, les digo. Ése no lo vas a conseguir en ninguna librería. Y me quedo con esa lectura proveniente de la oralidad de mis amigas, de sus impresiones, de haberlo ojeado. Leer así también es leer, siento.

Hoy me voy, pero me llevo la impresión y las formas del blanco en la memoria, junto con todos los marrones del mundo en los ojos; la calidez en la promesa de siempre poder regresar.

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Abril Castillo

miope e hipermétrope al mismo tiempo pero en ojos distintos