(43/52) Spoiler Alert: Mi primer beso aka My girl
Hay cosas que no se olvidan nunca, como el número de cuenta de la UNAM. El mío me lo dieron cuando entré a la prepa, por ahí de 1999. En la prepa nunca me lo aprendí porque no nos lo pedían para nada, pero ya viene en mi credencial, era una prepa incorporada a la UNAM. Pero cuando entré a la carrera en Letras lo usábamos para todo; lo memorizabas así como recordar en aquel entonces un número telefónico. Me titulé en 2007, pero en 2019 volví a la UNAM como alumna de la maestría en Artes visuales; en todo el proceso te pedían también tu número de cuenta, el mismo siempre. Bastaba arrancar con el inicio para que el resto del numerote me viniera, como si fuera una canción: tres, cero cero seis nueve tres ocho seis cinco.
Terminé la maestría en tiempo y forma. Aunque la forma cambió: a principios del segundo semestre empezó la pandemia y las clases se volvieron virtuales. Varios de mis compañeros se dieron de baja y/o volvieron a sus ciudades de origen. Era impensable ir a un taller en físico, así que no pude tomar clases de cerámica como quería y la maestra me pasó con 8 por todo el trabajo previo a la pieza que había hecho ya. Idalia me editó parte de ese proceso de piedras que se sostienen en el aire en Dígalo con piedras. Mi proyecto de tesis era sobre los procesos creativos y el dibujo. No diría que abandoné como tal la tesis porque todos esos años (y diría que a la fecha) me la pasé haciendo investigación y proyectos relacionados con eso. Pero no me titulé. Terminé los créditos y no logré darle forma a mi tesis, me faltaba siempre el marco teórico. En vez de eso, usé mis ahorros y me fui un año a Barcelona a vivir la experiencia de estar fuera de mi país. Estudié un master en creación literaria, tampoco terminé esa novela, sigue en el tintero. Hace poco escuché en una presentación de César Tejeda (citando a alguien que no recuerdo quién era) que un libro es de los proyectos más inútiles que uno puede hacer, porque se te va la vida en terminarlo pero en realidad a nadie le importa si algún día ve la luz.
Al salir de vacaciones tenía muchos planes. El primer día me puse a ordenar todo mi cuarto-estudio. Mi objetivo era que el piso se volviera a ver y poder barrer como dios manda. Logré que el piso esté despejado, puse varios álbumes de fotos y libretas viejas en cajas que subí a lo más alto de mi clóset, y dejé lo que se tiene que ordenar con mayor delicadeza en un montón de papeles-ropa-cuaderno pendientes sobre mi sillón. El piso está libre para bailar un tango, pero el sillón es todavía un lugar inhabitable. La mayoría de días he estado como oso hibernando y viendo un montón de películas. A Santiago hace unos días le empezó a doler el tobillo y fue el pretexto perfecto para no salir de la cama.
Empezamos a verlas de manera un poco aleatoria, el primer día él las eligió y vimos, en este orden: Gladiador (que nunca había yo visto completa), Salvando al soldado Ryan, Whiplash. El segundo: Comer-rezar-amar (no la aguanté más de quince minutos), Mi primer beso y Brasco.
Vimos Mi primer beso porque llevábamos hablando de ella un tiempo. Santiago vio un stand up de un norteño donde dice que es una película donde resulta imposible no llorar, sobre todo en esa escena donde Macaulay se muere y entra Vada llorando y diciéndole que se levante y que dónde están sus lentes, que Thomas J. no ve nada sin sus lentes.
Esta película la tenía de niña, mi papá la había copiado de un vhs rentado de Videocentro y tenía una etiqueta con el título que imitaba las letras del cartel original. La veía muy seguido, me la sabía de memoria. Nunca me hizo llorar. Me gustaba que la niña quisiera ser escritora, igual que yo desde esa edad. Pero luego volví a verla también durante la pandemia o quizá después, ya a esta edad. Me sentí otra vez reflejada en la protagonista, toda llena de miedos que coloca en su cuerpo; siempre cree que se va a morir. Luego ve a la muerte de frente con su amigo. Que en realidad la primera muerte que le había tocado era la de su mamá, que murió a los pocos días de nacer ella y siempre cree que la mató. Pero no la conoció más que a través de esa culpa. En cambio cuando se le muere Thomas J. experimenta por primera vez esa pérdida en ella y por última vez coloca el dolor del otro en su cuerpo, va al médico que ya la conoce muy bien y le dice que tiene el cuerpo lleno de piquetes de abeja y no puede respirar. Como si en esa empatía total pudiera sentir lo que el otro y hacer que no se muera, que el otro siga vivo en ese último momento de dolor y enfermedad. Una médium.
Al final su anillo cambia de color al fin, de negro a azul. Y es que en cierto sentido por eso se muere Thomas J., porque un día en el bosque, el niño le empieza a aventar piedras a una colmena que cree vacía, y Vada le dice que deje en paz a las abejas. Ahí se le cae un anillo del humor que trae todo el tiempo con ella, con una piedra negra que extrañamente nunca cambia de color. “Es porque siempre estás infeliz”, le dice Thomas J. de manera juguetona y ella le pega. ¿Por qué al final, cuando pierde a su amigo cambia a azul la piedra? Porque la muerte es horrible pero remueve todo, y es quizá ahí donde le da con absoluto contraste el poder de la vida a Vada. Alguien muy cercano e importante se te muere y dices: Ay, cabrón, estoy bien viva.
Hoy terminé de hacer mi trámite para tomar un seminario de titulación. Han sido semanas de ordenar no solo mi cuarto, sino de intentar cerrar trámites, libros, pendientes. No haré una tesis, me titularé con un seminario. Elegí uno sobre un tema que no es mi especialidad, aprovechando que tengo que pagar, quiero aprender algo nuevo: “Investigación y entorno”, se llama; ojalá me acepten. En enero son las entrevistas, en junio se entrega el trabajo final, y en noviembre es la titulación. Si todo sale bien, dentro de un año seré con todas las de la ley maestra en artes visuales, y ya no habrá papeles en mi sillón, o si los hay, serán otros distintos a los de hoy.