(46/52) Doblar la ropa

Abril Castillo
3 min readDec 21, 2019

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Yo le doblaba la ropa a mi ermano, pero él no la guardaba y luego la veía limpia pero sucia y tirada en su cuarto.

Revuelta con un plato de catsup, pelo de gata y toallas húmedas.

Empecé a lavar la ropa de la casa a los once años. Antes venía Blanca, una chica que estuvo varios años con nosotros en Copilco, hasta que se fue a estudiar una carrera. Mi mamá decidió que cada quien tuviera una tarea en la casa: mi ermano lavaría los trastes, yo la ropa y mi mamá haría la limpieza general de lavar, trapear, limpiar baños. Cada uno sería responsable de su propio cuarto.

Aunque yo sabía cómo tender una cama, de ver a Blanca, de ver a mi mamá, de ver a mi abuela; aunque a veces las ayudaba a fajar la sábana, a doblarla sobre la cobija, a poner los cojines y tapar todo con la colcha, de niña no aguantaba el peso del colchón, y nunca pude poner la primera sábana (ésa que tiene resortes) ni hacer la primera faja de la sábana (esa que se hace a los pies). Mi cama siempre estaba destendida y odiaba llegar a mi cuarto y verla así.

Una vez escuché decir a una tía un consejo que le dio su madre: Puedes planchar, barrer y trapear, pero si no tendiste tu cama, tu casa se ve sucia.

Para evitar tener mi cama destendida, pero porque no tenía otra opción, empecé a utilizar un sleeping rojo y a ponerlo sobre todas las demás cobijas. Si hacía mucho frío, lo metía bajo la colcha y estaba más calientita. No tenía que destender nunca la cama, y el sleeping se hacía fácil.

Al principio yo también tiraba toda mi ropa por el piso, en vez de colgar lo que podía volver a usarse antes de lavarlo, o en vez de ponerlo en el canasto de la ropa sucia. Mi amiga Daniela me regañaba y me decía que no me costaba nada tener una silla donde poner lo que voy a volver a usar, o colgar lo que no.

Cuando empecé a lavar la ropa, me daba emoción tener una nueva responsabilidad. En realidad teníamos una máquina con lavadora y secadora y el verdadero trabajo, si había uno, era separar la ropa por colores y meter la manguera al desagüe del fregadero (porque nunca se hizo una instalación: a veces se me olvidaba y el agua caía al pasillo bajo la ventana de la cocina; una vez le cayó a mi vecino de abajo que venía llegando a su casa y subió a tocarme muy enojado —y con razón—; otra vez sólo escuché la voz de un niño gritar: “Personas del 201, se les está cayendo el agua”, y cuando me asomé, estaba bañado en el agua sucia de toda nuestra ropa de la semana, quincena, mes. “Perdón” le grité, luego de quitar la manguera y echarla al fregadero. El niño se reía, sus amigos se reían más de él).

Fuera de eso, el trabajo consistía sólo en presionar botones, echar detergente, meter la ropa a la secadora (la que sí podía secarse con calor, la que no, había que colgarla; una vez arruiné un suéter de cashmere de mi mamá y quedó del tamaño de un suéter de muñeca). La siguiente complicación era doblar calzones, camisetas, suéteres, colgar los pantalones y blusas, hacer bolitas por pares los calcetines. Separar por tipo de prenda y luego por dueño. Y dejar sobre la cama de cada uno su tanda limpia.

Cuando mi mamá, ya más grandes, se fue a vivir a Mazatlán, le dejaba a Tomás su ropa en su cama. Pero luego la veía tirada en el piso. Alguna sucia aunque acababa de lavarla. Desdoblada, aunque acababa de doblarla.

“No es personal, sólo a mí no me importa guardar mi ropa”, me dijo una vez.

No recuerdo en qué momento empecé a lavar y doblar sólo mi ropa. Tal vez fue antes de irme de la casa a vivir sola. O quizá fue hasta después.

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Abril Castillo

miope e hipermétrope al mismo tiempo pero en ojos distintos