(47/52) Un vestido verde

Abril Castillo
5 min readDec 13, 2022

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La primera vez que fui a Europa tenía veintidós y fui con mi prima Itzel. La idea al principio era visitar a mi amiga Val, que se había ido para Barcelona con toda su familia. Originalmente su hermano, que era amigo de mi ermano, invitó al mío a pasar allá las fiestas de diciembre. Y yo, que siempre había querido ir a Europa dije que yo también quería. Al final Tomás no fue. Y terminé yendo con mi prima, que tenía un novio español que vivía en México y que también viajaría a su tierra en navidad. El viaje se volvió otra cosa a todo lo que teníamos planeado. Madrid, Zaragoza, Barcelona. Cuando llegamos con Val, ella estaba triste. Quería tener tiempo conmigo y yo había ido con alguien más. Val no hablaba mucho de sus emociones, así que quien habló conmigo sobre que no estaba chido haber ido con mi prima, fue su mamá. Entendí perfecto a qué se refería, pero también pensaba que era un viaje muy complicado y que para mí fue muy importante haberlo hecho con Itzel, que aunque somos primas, siempre fue mi hermana. Los dos hechos eran igual de ciertos, y también todas las emociones. Pienso en la cerámica y encontrar lo que no estás buscando. Pienso en que la vida no puede planearse de cabo a rabo, en que hay que adaptarse. Pienso en que el enojo es quizá el primer verdadero paso de los duelos, también el más doloroso y sin embargo el más claro. O el que más claridad da de la situación, el ancla con lo que se escapa de las manos. Por eso el rencor se siente sabroso, sin él perdemos para siempre eso que nos lastimó. El enojo es tristeza enmascarada. La aceptación es decirle a algo adiós, ya sea para dejarlo, o simplemente para aceptar su cambio. Y volver al presente. El enojo es un pasado refundido. Ya ni cara tiene.

Cuando no entiendo lo que siento me dejo guiar por otros momentos donde he sentido lo mismo. A veces incluso en el presente, el personaje que era yo en el pasado no soy yo. Somos personajes intercambiables. Ahora logro no solo imaginar, sino de hecho sentir, casi exactamente lo que habrá sentido Val esa vez. E imagino que ella entendía mi punto también y por eso no dijo nada.

Cuando terminó el Cuarto para las 3, el día que hablamos de que ya no seguiría, llegué a mi casa y abrí la compu y empecé a teclear un recuerdo que me vino de golpe sobre un niño al que le ayudé a aprender a leer cuando yo iba en sexto de primaria y él en prepri. Era un programa de preceptores, así les llamaban. Y a mí me tocó él, que me parecía el niño más tierno. También recuerdo con miedo y confusión que él estaba enfermo de leucemia, y cómo a los once años me parecía inconcebible que alguien de cinco tuviera una enfermedad mortal. Cuando se quedó sin pelo por la quimioterapia, su hermana, que iba en primero de primaria, se rapó también. Se llamaba Mariana. Yo ayudaba a Alonso con tareas de escritura, lectura y de matemáticas. Como era muy entusiasta y porque no éramos el mismo número de alumnos en 6º que en prepri, Ani, la maestra, me asignó a otra niña que se llamaba Alejandra. Los tres nos reuníamos en un fragmento del patio y nos íbamos turnando a leer y sumar. Al final del ciclo escolar, Alonso había terminado el tratamiento y tenía un buen pronóstico. El día de la graduación, donde ambos pasaríamos a una nueva etapa (él a primaria y yo a secundaria), se me acercó y me regaló un Carlos V azul, de los que tienen almendras, con una tarjeta pegada que con su letra decía: “Gracias por ser mi amiga”. Más que el mensaje, me conmovió mucho y siempre recuerdo esas letras muy nuevas para él y ese trazo que casi era aún un dibujo, un acto de magia, un mundo nuevo para él. Cerré el archivo y lo titulé “Cuarto para las dos.docx”, a la fecha no sé por qué. Tomé ese año un taller de novela con Daniela Tarazona en Casa Tomada; entre mis compañeros estaba Josemaría, el dueño de la librería. Ahí nos volvimos quizá tan amigos. Daniela nos ponía ejercicios donde hacíamos entrevistas a esos personajes, donde teníamos que traer objetos propios de esa época. Por más que busqué por todas partes nunca encontré el chocolate ni la tarjeta, pero en mi memoria estaba tan nítido que casi lo podía tocar. Luego dejé la historia sin saber bien de qué trataba. Terminé escribiendo sobre una gatita que adopté a los diez, poco antes de eses final. Daniela me felicitó por el tono del relato, esa voz infantil, me sentía una medium de mí misma, atrapada la niña en no sé dónde y yo, a la fecha incapaz de liberarla. ¿Qué me querían decir todas estas historias, personajes del pasado, y cómo se conectaba con esa emoción de abandono y término que sentí al pasar a la secundaria? ¿Tendría que ver con que mis papás se divorciaron ese año, y con que aun en esa enfermedad Alonso sobrevivió? Lo busqué en Facebook por semanas hasta que di con él, seguía vivo, bien, feliz. Se había vuelto músico. ¿Sería un modo de mirar al futuro y de algún modo viajar al pasado para decirle a esos niños que el mundo no se acabaría, que iban a poder vivir sus vidas?

En la boda de mi tía Tere, prima de mi mamá, las damas iban con vestido verde. Había solo una damita, yo quería ser damita también, pero, me dijo mi mamá, que no podía porque no estaba bautizada. La siguiente boda que hubo, de su prima Ceci, le pedí a mi mamá usar un vestido verde. Por meses le decía y le recordaba, también le dije a mi abuela que quería ir vestida así. Como si al disfrazarme de damita, aunque no fuera invitada a la fiesta, habría craqueado a la matrix. Mi mamá me dijo que Ceci me invitaba a ser su damita, pero que el color del vestido que todas usarían no era verde, sino de flores de muchos colores. Y así me vestí.

Voy a volver a ver la de Frances Ha.

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Abril Castillo

miope e hipermétrope al mismo tiempo pero en ojos distintos