(48/52) Buza Caperuza
No me acuerdo cuándo aprendí a bucear pero sí que mi tío nos aventaba monedas al fondo de las albercas de la infancia y las que agarráramos eran nuestras.
No veo sin lentes y de todos modos encontré un arete en el fondo de la alberca actual porque vi algo brillar. Me daba miedo nadar al fondo, y eso que estaba a 1.45 de profundidad, porque sentía que si tocaba el piso a lo mejor no lograba salir. Que la mano se me iba a quedar pegada al suelo, que algún ducto de agua me iba a chupar.
Morir ahogada por no conocer el límite es una fantasía recurrente cuando nado.
Además, que algo destelle y te deslumbre no es lo mismo que verlo.
No uso aretes en la alberca pero si salgo sin ellos me siento desnuda.
¿Dónde te puedes sentir más públicamente desnudo que en una alberca, que en el agua?
De niños buceábamos sin goggles ni visor. Cuando volví a nadar quería ponerle graduación a mis goggles. Pero para qué. Las manchas, la luz, son suficientes para saber dónde estoy y hacia dónde moverme.
Vemos con los ojos pero también con las pulsaciones de la luz. Con los sonidos y con el cuerpo contra el agua con los pies contra el piso con el viento contra el pelo.
Esa visión borrosa de la infancia, agua contra ojo, es igual a como veo ahora sin lentes el mundo, ojo contra realidad.
Qué puede ser más difícil que bucear, encontrar una moneda, quedarte con un anzuelo que no era tuyo, lanzado por el que te cuida, alimenta y da vida. Ganarte algo que ahora te pertenece para siempre.