(48/52) Paulita

Abril Castillo
6 min readDec 14, 2022

En la clase de escrituras del yo que estoy tomando por zoom, hoy Fernanda Trías nos dejó de tarea escribir un relato a partir de un sueño que hayamos tenido, sin que parezca sueño.

Leímos El discurso vacío de Mario Levrero y ella analizó cómo opera el bloqueo, que es lo que uno mismo trata de evitar decir cuando dice que está bloqueado. Cómo no salir de esa selva oscura es no aceptar la muerte, optar por la vida. A veces el silencio es no nombrar el horror. (¿Cuál es el término en psicoanálisis sobre lo innombrable?).

En el caso de Levrero todo apunta a la muerte de su madre. En mi caso supongo que también, incluso si ella sobrevivió. Sé que por eso no puedo escribir últimamente, porque pareciera que no hay otro tema, que es ése el que salta de mi garganta cada que abro la boca. Por eso me duele el cuello y me da miedo que me salga otro tumor.

¿Será realmente por eso que no puedo escribir? ¿Por qué será entonces que no puedo dibujar?

Leo el texto de Paola Zorrila sobre el cuerpo de su padre y se me agolpa mi propia historia como una cascada de emociones e imágenes. Revivo de golpe todo el año pasado y me dan ganas de abrazarla, de conversar con ella, de hacer un fanzine que hable sobre el cuerpo enfermo.

Cuando me resultó insoportable hablar de mi madre, empecé a inventar un mundo a partir de un sueño, precisamente.

Levrero, apunta Fernanda en su clase, le echa la culpa a su esposa de todos sus problemas para escribir. Cuando al fin cobra consciencia de que el bloqueo no viene de las interrupciones ni de las personas con las que habita, sino de adentro de él: de esa selva que él mismo no quiere dejar, porque salir sería morir, lo que sea que eso signifique. Morir en esa vida que corre en presente es también morir. Ser alguien nuevo es un duelo del pasado, por eso nos aferramos. (Creo que en el fondo de eso hablaba ayer, cuando escribí esto).

Culpo al master y a mis maestros y al canon español por no haber logrado hacer ese relato de hospital. Me quedé en la superficie, pensando solo en el enojo que sentía por mi madre. Ella era esa selva oscura que no me dejaba salir, como cuando nací y tuvo placenta previa. Eso le reclamaba al volver: no me dejabas ir, nunca quisiste separarte de mí. Pero el enojo era mucho miedo. Por eso cuando leí ese poema en voz alta a toda velocidad, me vino una lava ardiente adentro y por días no pude hablar ni llorar ni escribir. Y cuando no pude escribir, empecé a leer y a dibujar esquemas. Cada vez más lejos de la cuestión, de las texturas y el color.

Luego se enfermó la mamá de Rubén y Mariana. Y la realidad me golpeó en la cara y lo único que podía hacer para estar viva era cocinar para otros.

“El discurso vacío es una novela porque al personaje le ocurren cosas y cambia, tiene una revelación. Esa transformación del final es sutil pero existe”, nos explica Fernanda. De ahí hablamos un rato también sobre el problema de los géneros, pero volvemos a que cuando hay un artificio y la construcción de un dispositivo narrativo que ordene ese punto de partida que puede ser cualquier archivo o material personal, realmente sí podemos hablar de la creación de una novela.

Levrero o el narrador de esta (no)vela se propone ejercicios de grafología para cambiar su personalidad. Analiza si es más pequeña su letra o más suelta, lo relaciona con sus emociones del día.

Es chistoso que a esta novela llegué hace un par de años en la maestría en artes de la UNAM. Me la recomendó Darío, mi maestro de dibujo, cuando le contaba de mi bloqueo, alguna vez que platiqué que cuando no entiendo exactamente qué siento, escribo a mano y veo en qué humor está mi caligrafía. Si estoy concentrada es más pequeña y ordenada, y hay muchos apuntes. Si estoy fuera de control, es grande, no respeta líneas, no se entiende luego, casi no dice nada. Y en arrebatos de inspiración, es veloz y va toda ligada; a veces me cuesta entender algunas palabras después, pero siempre siento paz. Esto es imposible percibirlo al escribir a computadora. ¿Cómo se vería mi letra si hubiera escrito todo a mano? ¿Cómo se habría ido calmando y aclimatando a la cuadrícula del cuaderno, qué tanto presionaría en qué partes, cuáles otras que simplemente borré y reescribí estarían en una hoja de papel irremediablemente tachadas pero presentes?

Hace dos noches soñé con Rudy, el primer novio que tuve, con quien viví y que duramos unos ocho años o más. Lo primero que hacía al verlo era preguntarle el nombre de la señora que trabajaba en casa de su abuela. Es un nombre que, desde que cortamos, cada vez intentaba recordar y no sabía. Esta desmemoria siempre me conduce a una vez que en un Sanborns cenaba con toda su familia y su papá me preguntaba: “¿Quién es mayor: tu papá o tu tía Laura?”. Antes de que yo le dijera que mi papá, Rudy me interrumpía y le decía: “Papá, siempre le haces la misma pregunta”, no sé si desesperado o divertido. Y luego su hermano decía: “Es como yo, que nunca me acuerdo con qué lado de la esponja tengo que lavar el teflón: si con lo verde o lo amarillo, ¿cuál es el lado que la daña?”. Así igual yo nunca recordaba el nombre de esa señora, tiempo después, cuando ya no estábamos juntos. Pero ayer me acordé, luego de estar todo el día pensándolo, obsesionada por recordar cómo se llamaba, sabiendo que era un diminutivo y escuchando la voz de Rudy decir su nombre muy dulce, con mucho cariño. Paula se llamaba, él le decía Paulita mientras le daba besos en la cabeza, era mucho más pequeña de tamaño que él, pero ella lo cuidó desde que nació.

Cuando yo conocí a Paula, estaba sobre la calle de Michoacán caminando con Rudy, y Paula estaba en el balcón de su abuela limpiando los vidrios. Rudy le gritó y le dijo: “Paulita, esta es mi novia, está peloncita”. Porque en esa época yo me había rapado. Rudy me dijo que me presentaría a sus abuelos tan pronto como que creciera un poco el pelo. Y así fue.

Una vez le dimos un aventón al metro porque llovía, venía cargando tres cajas súper pesadas y vivía muy lejos y estaba ya bastante grande. Pero era fuerte. Cuando Rudy se estacionó, no vio que había un charco gigante, y Paula logró agarrarse de la puerta que se columpió con ella colgada, casi se cae al arroyo de agua puerca. La libró y saltó a la banqueta, con sus cajas pesadas, y se perdió entre la gente que entraba a la boca del metro.

Paula cocinaba muy rico, siempre le ayudaba a la abuela. En casa de su abuela había sopa de matzebol, carne en gravy y una corona de papas deliciosa que nunca supe cómo preparaba. Íbamos cada sábado y la cocacola que tomábamos ahí sabía más rica que en cualquier otro lugar.

En mi sueño Rudy no supo decirme el nombre de Paula. Tampoco le iba a escribir un mail solo por eso, luego de tantos años. Y es que en realidad seguro no era con él con quien quería hablar, sino conmigo, con algo de mí que no sé exactamente qué sea, pero que atraviesa a Paula. A esa mujer vieja, frágil, colgando de una puerta para no mojarse, decidida a llegar a su casa.

Esos recuerdos no fueron sueños. No sé cómo haría un relato con esto, que al parecer no es nada. ¿Cuál es el punto muerto, esa parte del paisaje que no se ve en el retrovisor porque está muy cerca? Quizá solo mañana releyéndome lo entienda. Mañana que es jueves o mañana que también es cualquier momento futuro.

(Sigo sin recordar la palabra que nombra ese horror en psicoanálisis, ya me acordaré.)

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Abril Castillo

miope e hipermétrope al mismo tiempo pero en ojos distintos