(04/52) (H)ermandad
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En domingo
los puestos de Etiopía no abren.
No todo
lo que está escrito en
versos visuales
es un poema.
Estaba el alto cuando la hija empezaba a cruzar.
Un hombre dice a lo lejos:
Pase.
Pase.
Pase.
Y el verde se puso
quién sabe cuando.
Ahora la van a atropellar.
La hija no debería escribir mientras camina.
Debería ver por dónde va y recordar.
Mañana operan a la mamá de la rata, piensa.
Y se acuerda de la mañana en que le hicieron un cateterismo a su mamá.
Su mamá se despertó y le dijo:
Soñé que Penri había quedado toda deshidratada.
La hija soñó que su mamá se despertaba y le decía:
Buenos díiiiiiias.
Así.
Su madre a ella.
No la hija a su madre.
Así.
Un díiiiias muy extendido.
Pero no dijo eso al despertarse la madre.
En cambio, le contó el sueño de Penri.
Una perra
que quedó
toda deshidratada.
La pusieron en agua.
En el sueño.
La pusieron en agua y se empezó a recuperar.
La madre
soñaría con agua
también después de su corazón abierto.
Pero lo olvidaría.
La hija
sólo lo sabría
porque
una noche antes
de la operación a corazón abierto
la madre le contaría
de esa vez que se iba ahogar
de niña
frente a su propia madre
frente a la abuela de su hija.
Entonces
la madre, que también fue hija,
empezó a agitar los brazos
como
si
volara.
Y se dio cuenta
y exclamó contenta
hacia dentro de su cabeza:
Esto me está sacando a flote.
Y nadó.
Haz lo mismo, le dijo la hija.
Haz lo mismo si sientes que te estás muriendo.
El quirófano donde la operaron
estaba también
dos pisos abajo.
Sal a flote, pensó la hija, con todo y con tu cuerpo.
Pero eso no pasaba aún aquella mañana.
En que la hija soñó con que su madre le deseaba unos buenos días,
aunque no lo serían.
O sí.
Porque una intervención es dolorosa.
Pero la vida es seguir vivos.
Aunque duela.
Ese cateterismo
era el principio de una serie de intervenciones.
Habían dormido juntas la madre y la hija.
En la misma cama.
En el hospital
entraron a una sala de espera
con varios pacientes
a quienes también les meterían una sonda por la arteria.
Todos iban en parejas.
La madre con la hija.
Que se sentaron y sólo observaban en silencio.
Luego hablarían de lo que habían oído, pensaban.
No era necesario comentarlo ahora.
Pero también estaban preocupadas.
Y ver los ánimos del resto del grupo
las calmaba.
Había una señora con su esposo.
A ella le dijeron que si no prefería
que le cambiaran a su señor de setenta
por dos de treinta y cinco.
No, dijo segura y seria.
Yo quiero a mi viejito, continuó entre risas llorando
mientras se lo llevaban en una camilla.
Así se llevarían a la madre.
Y como en todos los viajes,
cuando la hija se despedía en las puertas de chequeo,
no sabía si volvería a ver al que viajaba.
Pero la madre seguía a su lado.
Un rato más.
Había otro señor.
Él iba con un amigo.
Todos en la sala se presentaron y platicaban,
como si fuera una terapia de grupo.
Terapia de parejas.
De todo tipo de parejas.
Hermanos.
Esposos.
Madres e hijas.
Hijos y padres.
El señor del amigo era grande.
Dijo que no tenía papás
y que sus hermanas no lo habían querido acompañar.
Dijo que no lo habían podido acompañar.
¿Pero qué es poder?
Tal vez dijo que no habían podido.
Tal vez sabía que no habían querido.
También dijo que había tenido cinco infartos.
Dijo que sólo le servía el treinta por ciento del corazón.
Cuando se lo llevaron en la camilla,
la madre le dijo a su hija en un susurro,
porque en el fondo temía que no se volvieran a ver
para platicar
o sólo porque no aguantó y quería sacarlo:
¿Cómo no se le iba a morir el corazón
si nadie lo quiso acompañar?
En la sala de espera,
la hija leyó
que la clave para vivir cien años
no es lo que comes
ni lo que bebes
ni las drogas que te metes
ni el dinero que tienes.
La gente que ha vivido cien años
tiene en común
círculos de personas queridas a las que procura
y personas cercanas que la ayudan
cuando más las necesita.
Por ejemplo,
gente que te visita en la cárcel
o te acompaña al hospital,
decía el texto.
Ese treinta por ciento vivo
era gracias a ese amigo,
pensó la hija.
Sus hermanas no vinieron.
Pero por suerte tiene un hermano
que él escogió.