[hle/01] No sé quién fue Juan Enrique Pestalozzi

Abril Castillo
5 min readApr 18, 2020

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Hace un año me vine a vivir a Pestalozzi. De broma digo que como Friends, ahora vivo enfrente de Santiago, y que cruzando el pasillo llegamos al departamento del otro. Santiago le dice “estudio” a la que por una década ha sido su casa. Y los dos a este otro departamento le decimos “la casita de pan”. Aquí viven nuestros gatos y vivimos nosotros.

Desde que me fui a vivir sola por primera vez, mi sueño era tener un sillón. Había heredado el diván de mi mamá, de la época que ejercía como psicoanalista. Un diván muy bonito, de madera con patas de hierro (lo cual lo vuelve pesadísimo) y una colchoneta encima con una tela suave color turquesa. Mi mamá siempre ha sido muy táctil. Es como si pudiera ver con los ojos. Cuando yo era niña e íbamos a comprar ropa, yo la elegía por los colores, se la enseñaba de lejos y me decía: Tráela. Y entonces la tocaba con las manos, acariciándola, y ahí decidía si sí o si no. Si estaba muy fea la tela, me recomendaba mejor otra cosa. Una vez sin querer le arruiné un suéter de cashmere que a ella le encantaba, porque lo lavé con agua y ésos se lavan en seco. Se volvió chiquito como un suéter de muñecas. Se enojó muchísimo conmigo. La tela del diván era perfecta para las dos, para mi mamá y para mí, porque tiene una textura suave, deliciosa, y un color hermosísimo; el color también es obra suya, porque yo no lo elegí. Aunque llevo más de quince años con ese diván (probablemente más tiempo del que mi mamá lo usó), nunca le cambié el forro. Y debería hacerlo, porque con el tiempo se fue ensuciando con caídas de vino en fiestas y quemaduras de cigarro. Pero no quiero cambiarlo. El chiste es que cuando que me fui a vivir sola, tuve ese diván por sillón por mucho tiempo, y siempre quise tener un sofá de verdad. Apenas hace un par de meses pude comprarme uno. Es azul marino y me encanta. Cuando le mandé una foto a mi mamá, no le gustó tanto el color, pero cuando vino hace poco a quedarse unos días conmigo, me dijo que era muy cómodo y que la tela estaba rica.

Tengo muchísimos libros. Muchos que hace tiempo no recordaba tener. Ahora que he empezado a saltar la cuerda justo en la entrada de mi casa, los contemplo y los recuerdo: los que leí alguna vez y los que quizá nunca lea. Hay un librero que mandé a hacer unos meses antes de mudarme de casa hace un año. Iba volado, colgado en la pared, pero en la mudanza apenas pude desmontarlo y ni idea de cómo montarlo. Además de que me da miedo, capaz lo pongo mal y se cae, entonces más bien lo puse en el piso. Ahí están todos mis libros favoritos; o más que favoritos, mis lecturas más recientes. Tal vez de cierta forma, mis libreros están divididos por décadas, por eras, por periodos históricos de mi propia vida: mi Edad Media, Renacimiento, mi siglo XXI. Dos libreros altos contienen mi época en que estudié Letras; otro, cuando me clavé mucho en la ilustración, es más chaparrito, y en mi otro departamento daba a la ventana y tenía encima muchas plantas. Aquí no le da nunca el sol, así que lo llené de adornos. El de enfrente tiene todos los libros híbridos que he leído los últimos cinco años, y todavía no los leo todos y siento que los voy a leer durante la cuarentena.

En el comedor sí entra luz, porque tiene ventanas que dan a un cubo al centro del edificio. El otro departamento de Santiago también tiene ventanas que dan a un cubo, pero es otro cubo. El edificio tiene dos cubos de luz, así que ninguna ventana de la casa de pan tiene vista al estudio de Santiago. Solo podemos vernos por el pasillo. La mesa del comedor está en medio de todo y me encanta trabajar ahí. Sólo que en esa área de la casa no llega bien el internet. Lo cual es bueno y malo a la vez. Bueno para algunas cosas y malo para otras.

La cocina es pequeña pero tiene una barra que la hace ver amplia. Paso mucho tiempo ahí. En general la amplitud de mi casa se debe al techo alto, tan alto que tiene. Inesperadamente alto y que aunque parezca que falta luz, siempre sobra aire. Mi mamá no diría eso, porque cuando estuvo acá, siempre tenía calor y quería abrir las ventanas, pero como mis gatos se saldrían yo le decía que no. Prendíamos entonces el ventilador.

Hay un largo pasillo que lleva del comedor, pasando por la cocina; así que afuerita hay una mesa donde puedo picar y preparar, y que desemboca en un ropero donde guardo la aspiradora y herramientas. Luego viene otro pasillo con un librero grande lleno de libros para niños, algunos libros álbum y toda las novelas de LIJ y novelas gráficas que tengo. Ese pasillo conduce primero a mi estudio, de piso de madera, donde tengo todos mis libros álbum en un librero grande, y en uno chiquito todos los libros que he hecho o que me sirven como fuente para lo que estoy haciendo cada día. Mis libros del presente. Hay un sillón verde donde siempre se sientan mis gatos a dormir y a veces también a verme trabajar, y frente a mí un ventanal donde yo veo una jacaranda.

El pasillo sigue hacia el baño, muy pequeño y un poco oscuro, pero donde extrañamente se sienten felices dos plantas que se han dado bien ahí, con apenas una resolana. Siempre dejo abierta la cortina de la regadera para no sentirme tan apretada cuando estoy ahí dentro en el escusado o lavándome los dientes o limpiando la arena de los gatos.

Nuestro cuarto está al fondo, y decidimos que ésa fuera la recámara para tener más intimidad. La ventana también da a la jacaranda. Y fue el cuarto al que entré y que me hizo decidir sí vivir aquí. Está nuestra cama, la transportadora de los gatos, dos lámparas de noche y nuestra tele. A Santiago y a mí nos encanta ver series y películas. Últimamente me prestó su super nintendo. Me gusta tirarme a lo largo del día a ratos en la cama, ver el árbol, ver mis mensajes, leer alguno de los libros que tengo en una pila que no sé si algún día termine de leer. Es como si el buró fuera el último librero. Y el cuarto, el fin y principio de la casa, donde empiezan y terminan nuestros días en pareja.

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Abril Castillo

miope e hipermétrope al mismo tiempo pero en ojos distintos